La erosión es la barbarie casi inevitable que vacía de sudor y sepia las palabras, el deseo de loas y famas sobre todo y todos. Ajenas a ella habitan las palabras y la marca del tiempo en aquello que la vida rodea y conforma. Para que exista el navegante ha de resistirse la propia voluntad contra el miedo y la vanidad. Sólo así sobrevive la Ysla, sólo así se vive en el misterio y el temblor que han hecho nido (y resistencia) en el centro mismo de aquella erosión, experiencia humana inevitable, del individuo y su conciencia. Cuando una palabra ve escurrirse su vida por los pozos del uso, la manipulación, la moda, el exceso de adorno o la costumbre, queda vacía, erosionada por semejantes vientos, caracola abandonada a su suerte y a la espera de una nueva marea que se la lleve. La industria de los caparazones vacíos —decir, aquí, vacuidad inflaría el pecho de ese palomo— se ha instalado entre tú y yo, entre nosotros, lectores. Existen hordas de mercaderes y mercenarios reclutados, miles de voluntarios e involuntarios defensores y propiciadores cuyo fin consiste en lanzar sus redes al mar para aumentar, sin saciedad posible, el número de capturas. No en vano, el Arte se cuenta entre una de sus más conocidas piezas de colección.
El espectáculo es sin duda grotesco, museos, galerías, exposiciones, bancos, grandes empresas, la posesión como la mayor y más deseable de las bendiciones, la fama dios-objeto de adoración y, sobre todo, reducto de vanidades. Estos vendedores y falsos profetas muestran el arte como los huesos limpios y pulidos colgando del cuello de un bárbaro, y afirman saberlo todo, y conocer el futuro del mundo. Pero no nos equivoquemos, ese Arte, esa Literatura, nada sabe del navegante, nada de la Ysla ni el temblor. Su único interés es el poder en cualquiera de sus formas y por ello es que se arrastra, para que resuenen más todos los cachivaches acumulados. Nada sabe del mar, no conocen al navegante… Pero existe. Para que exista el navegante ha de existir la Ysla, y la Ysla existen en la intuición hecha dolor y latido, en la presencia que no podemos encerrar entre nuestras manos. La Ysla existe porque hay brisa y hay viento y tormenta, porque pueden volar pájaros y son imposibles las jaulas. Y así la Poesía, pues no acepta cadenas ni fronteras, aunque tolera cariñosamente las nebulosas etiquetas, las muchas teorías; porque sabe de la necesidad que las mueve (que es la nuestra), que mueve como hambre inaudita a aquellos que se lanzan por la borda para darle vida.
Sobre un mapa antiquísimo, quizás el más antiguo de todos, el poeta, ensayista y crítico literario Lázaro Santana (Gran Canaria, 1940) traza en su libro de poemas “Para que exista el navegante” una búsqueda, casi un afán, por encontrar el corazón de la Ysla en las Islas Canarias. La travesía se sabe incierta y la distancia que separa al autor de la torre oscura advierte de que, para llegarse hasta ella, habrá de entregar algo a cambio. Con este reconocer el futuro riesgo y la aventura, el poeta declara:
Es necesario que penetres, fiel, hasta el centro mismo de tu mente y que te acoja allí el espíritu: hecho a su vuelo, en la llama que segrega el cristal, fúndete —solo una lengua poseída nombrará mi alfabeto
Osadía o provocación, pocos son los escudos para el navegante que abraza la posibilidad del mástil y su atadura. Ante él el circo del mundo y Sísifo al fondo, siempre al fondo, dedicado a su vida arrastrando la piedra hasta la cima de la montaña. El navegante se amarra al mástil para no enloquecer, para no perderse ni desviarse, a sabiendas de que la posibilidad de llegar al destino deseado es cualquier cosa menos una garantía. El navegante, en este encuentro que convoca un texto frente a un lector, es el crítico literario. Muchas son las preguntas, los enigmas; pocas, las respuestas, y cuando aparecen no son más que pasarelas hacia mayores o distintos interrogantes, hacia otras migas de pan que, con alguna suerte, darán las indicaciones para llegar a tierras todavía desconocidas. Se parte de un precario puerto, y entonces los pasos y los esfuerzos se enhebran un día tras otro, y también la lectura y su experiencia que intenta, torpemente, recordarse. Antes de parte y frente al espejo, el navegante repite ante el espejo su verdad, está solo, es falible, imperfecto. transita el seno de lugares desconocidos, sueños y pesadillas de otros, Así el poeta, el escritor, el crítico literario aceptan también la inquietud que lo conmueve y toda su experiencia, ese temblor que
no tiene otro fin su canción que acompañarnos, como un poco de lluvia o un cuerpo amigo: sin intención de asumirlos, ni de usurparlos, su voz llena la noche donde vives, la enciende de sonidos que acercan a ti toda la tierra, y con ella su ritmo a cuanto dices. Cuando con la luz de pájaro la luna viene, él se va buscando otra zona oscura
Ente el texto, el lector siente bajo la epidermis la llegada de la maresía, el síntoma que es el vapor de tiempo corroyendo la chapa de los coches, ese hálito que asciende desde los abismo cotidianos, inútil excepto por el sentido que descubrimos y declaramos en él. Esa es la experiencia creativa, aquella también de la lectura que tan bien conoce el tiempo; cada segundo entre los dientes es potencia de un hambre que se sacia. La lectura atenta —aquella del escritor, del poeta, del traductor y del crítico literario— crece y hace hueco a un hambre aún mayor. Y es en ese instante irrepetible que el el crítica literario descubre la posibilidad de reconocer a la vanidad y el miedo como compañeros inseparables. De idéntica manera, el misterio sale al encuentro de todos los autores y creadores abordándolos con preguntas: ¿ignorarás los peligros del camino? ¿seguirás el rumbo que dicten los cantos de las sirenas? El texto literario es el fruto que ve la luz desde la experiencia de otros y el lector experimentado, en este caso el crítico literario, afronta el reto de reconocer en ella su propia experiencia, junto con las luces y las sombras del viaje que ha de emprender. Desde las primeras líneas, la aparente seguridad del puerto se difumina. Emprender el viaje es aceptar el sitio de las incertezas.
Esta actitud no es sino un sincero reconocimiento de las propias limitaciones, de las propias carencias, pero manifiesta también una intensa intimidad con las fuerzas ocultas de la creación literaria, de los procesos creativos; es una humildad que se hará responsable de la palabra y de los argumentos dados, las imágenes y metáforas construidas para llevar al otro lector su experiencia del texto, a sabiendas de que esta podrá cambiar con el tiempo y de que no es perfecta ni totalizadora. Entregado de esta manera a la lectura, el crítico acepta el sacrificio de su ego como autor al crear un texto desde al que se debe, dando alienta a las alas de una obra que no es la suya sin nunca lastrarla, ni dejar que su vanidad o miedo contaminen su juicio.
Al igual que el poeta se entrega al trabajo del poema, con la conciencia de luchar contra gustos, modas, corrientes, felicitaciones, premios y adulaciones —y la posibilidad de derrotarse—, el crítico literario se ofrece al otro texto, a la experiencia del Otro hecha letra, para alumbrar una intuición no perfecta, cruda en ocasiones, pero que puede nombrar y razonar a lo largo de su propio texto, el texto (re)creado. Esta intuición de la razón que es la crítica literaria empeña sus tentativas en apuntalar los caminos que muestra el texto, aquellos que quiso el autor, pero también la consistencia etéreo o “falsa” de estos cuando, ante la lectura del crítico, no se sostienen naturalmente. El crítico puede indicar también nuevos caminos, a pesar de que sea él, y solo él, el que los vea y reconozca, como también puede no andar caminos que, ya transitados por otros, hayan quedado borrosos sobre la tierra roja, o, simplemente, porque no ha sido capaz de “leerlos”.
Así pues humildad y sacrifico y honradez, porque para que exista el navegante ha de existir, al menos, la intuición de la incerteza, ese destino llamado poesía, el placer de la letra y sus fondos y sombras, amar la vida como mito. Oscuras son las paredes ahora de este mundo —siempre lo fueron— y, sin embargo, entra la luz y el instante se acaricia en nosotros. Es la lectura, el acto de creación que comienza. Y al mirar nuestros pies un vaho de luz delata el color de la tierra que pisamos y llega, entonces, el momento. Ahora es inevitable la causalidad de hablar desnudos aunque siga disponible el disfraz y la máscara. Atrás quedaron los trajes suntuosos, la protección del sol y el día, y vemos acercarse ya las lindes de la selva oscura del poeta. Unas bestias nos cruzan el camino… La diferencia, en esta ocasión, es que nosotros somos las bestias y sus inquisiciones:
¿Quiénes sois? ¿De dónde venís…? ¿Y a dónde vais?
Viejas bestias somos, sabemos el porqué de nuestras preguntas. Incluso nos permitimos lanzarlas con cierto orgullo en el quiebro de la voz… Pero bestias, a fin de cuentas. Sin embargo, para nuestra sorpresa vemos en la pupilas de aquellas bestias que somos nosotros mismos un brinco de sorpresa. Tanto nos conocemos que no nos esperábamos. Y en un claro bajo del bosque bajo la luna, nosotros y las bestias aguardamos en silencio…
En su libro “Una introducción a la teoría literaria”, Terry Eagleton afirma que para que tal teoría (teorías) tuviera existencia cierta debía existir eso que acordamos en llamar Literatura, y ser posible su denuncia, señalarla y delimitarla…. Para que exista la Literatura, la Vida, vivos debe haber caminando los senderos y reconociéndose unos a otros (y sí mismos) en tal arriesgada experiencia. Y para que esa vida sea, de verdad, Vida, el origen y el fin, los múltiples destinos previos, la metas, los puertos, las llegadas deben existir y conocerse. No en vano, existe el Encuentro porque dos (al menos dos) confluyen en el tiempo y el espacio, reuniéndose en un zigoto inicial que es enfrentamiento y confrontación, conflicto de pareceres que, a veces distantes en el espacio y en el tiempo, se reconocen aún siendo desconocidos, simiente de extrañeza. La crítica literaria es uno de los mejores ejemplos del Encuentro, a pesar de todos los empecinados intentos de “purificar” su actividad y modos de los mismos “gérmenes” que la nutren —a saber, experiencia del individuo (re)creador que es el crítico literario—, por vestirla de “cientificismo”. Todos estos intentos, obsesión como otra de inflar de terminología y obscura sintaxis el propio y natural razonamiento, esa insistente obcecación por diseccionar y reducir a sus más ínfimos elementos aquello que, sin sangre ni aire, deja de vivir y de ser Literatura, es solo entendible en su extremo como un verdadero miedo a lo incierto. Pero cuando se acepta que la vida no es más que una madeja de incertezas, ¿qué otra cosa puede ser la Literatura?
El crítico literario acepta el arenal de exigencias en el que avanza su travesía por el desierto; le cercan exigencias, desde todas las lenguas, desde el autor, el poeta, desde el escritor que afirma que el crítico es un autor frustrado y vengativo, que es una marioneta de la industria. Y haberlos haylos. La actualidad de la crítica literaria que llega al gran público exhibe sin pudor un panorama triste y desolador de “sobornos”, ausencia de compromiso literario y vanidad rampante o miedo a la experiencia y razón propias. Además, muchos académicos y estudiosos empeñan su tiempo en acusaciones de otro tipo de crítica, acuartelándose tras muros adrianos de teorías y confites. Y con gusto el crítico literario iniciaría la construcción de su propio búnker subterráneo tras el cual parapetarme, esa otra de torre de marfil o sombra que da el autor “afamado, muerto y ya reconocido”. A la sombra de maestros y maestrillos se crecen todas élites que, como tales, alejan de sí mismas la propia naturaleza de la Literatura. Encantado estaría, sin duda, y de hecho ocurre así en la actualidad, también con los nuevos escritores. Olvidar la Literatura es olvidar la Vida y sus procesos creativos en pos de la seguridad de la ciencia y el comercio. En esta línea parece manifestarse el crítico literario Antonio Alatorre cuando afirma que:
«En el poeta, la creación tiene un carácter absoluto: él no juzga. El crítico sí juzga, pero en esta tarea no se apoya fundamentalmente en bases científicas, sino en una intuición personal iluminada por la inteligencia… El crítico nos comunica su experiencia del poema. El creador original parte de la emoción suscitada en él por un hecho de la naturaleza, de la humanidad, de su vivencia personal, de su fantasía. El crítico parte de la experiencia que es su contacto con la obra literaria… el crítico, lector privilegiado, dotado no solo de mayor receptividad y de mayor sagacidad literaria, sino también de la capacidad de comunicación, es un espejo mucho más fiel y amplio, mucho más capaz de reflejar en toda su complejidad la esencia de la obra. Las impresiones que en el lector ordinario son difusas e imprecisas, se dan organizadas, coherentes y luminosas en el crítico».
Es precisamente esta condición “bárbara”, fronteriza y limítrofe, esta original punto de encuentro, el que expone al crítico a todo tipo de ataques.