Encuentros improbables, I

… Entonces, respondió Almitra: Háblanos del Amor[1]

… Carlomagno luchó por esto, a Il Duce lo ataron de su coche despellejado como un oso y colgado cabeza abajo por esto[1]Del suicidio de Carlos S. queda, entre otras cosas, el recorte del artículo escrito por Juan José Millás, y una serie de palabras sobrerrayadas. El autor, ante su ansiedad mientras espera por Carlos S., cuenta para nosotros el número de lámparas y el número de letras y sílabas de ciertas expresiones. Nos confiesa, «debo obtener el mismo resultado. Si no, sucederá una catástrofe…». El artículo hace de marcador en «El profeta», de Khalil Gibran, que leo a ratos en el baño… Hacia el norte veo a dos hombres que alimentan a 45 palomas y las palomas deambulan en círculos rotos, desperdigadas en grupos de 8 o 10 como si estuvieran unidas por una cuerda giratoria y son las tres en punto… Un suicidio inverso podría ser la conclusión del artículo, pero es solo un pie de foto destacado en mayúsculas bajo la fotografía de Carlos S. Sin embargo, el poeta, traductor y crítico literario insiste en recordar el «cóctel» (las comillas son de J.J. Millás) y el color azulado que, al mezclarlo con el yogur, adquiere, y que toma Carlos S., como despedida… Vivir es un suicidio inverso, de once sílabas si no fuera más que un «largo abrazo»… Un suicidio marcando ahora el lugar del Amor…

… Durkheim concluyó que la tasa de suicidios en los países europeos se mantenía prácticamente constante, y que los «picos» correspondían con épocas de guerra o crisis económicas… Un suicidio marca el lugar de la más alta traición a todos y a todo, aunque habéis de saber que tengo un pájaro azul en el cerebro, por consiguiente… Creo que siempre es preferible la neurosis a la imbecilidad, que el Amor os trillará para dejaros desnudos. Os cercenaré para liberaros de vuestras granzas. Os molerá para sacar a la luz vuestra blancura. Os amasará hasta que quedéis dúctiles. Y luego os colocará sobre el fuego para que podáis convertiros en el pan del festín de Dios3

En el aeropuerto. Estoy en un aeropuerto sin mujeres. «Un aeropuerto sin mujeres es un cementerio, un lugar desolado», me escribe R. Alzala. «El suicidio inverso de la Vida, del Amor», pienso… Cicerón lucho por esto, Jake LaMotta y Waslaw Nijinski, pero alguien nos robó la guitarra4J. Lobo Montenegro, se tumba en el suelo. Es la una y veinte de la noche y alonga una mirada a través de los cristales de la puerta corredera. En el patio dos gatos parecen turnarse para hacer sus nosequé, aunque se intuye que buscan el olor de su propio trasero en la maceta de las cebollas. Sting suena al fondo, y Pinocho sigue aún colgado por sus verdades, pegado y mellizo a su sombra. Sobresaliente entre unas hojas, el poeta, traductor y crítico literario escribe, busca unas penúltimas líneas para hablar del Amor aunque, una vez más, solo alcanza a reconocer la mirada que me acerca a este mundo.

Sin asidero posible. Escurridiza como ella, como tú, como esos cuerpos que busco, cuerpos que encuentro al acostarme y cuando despierto ya de noche sacudido por extraños temblores. Aquí soy una isla pequeña y desnuda, que ofrece, sin querer, la transmutación en creación y luz de la urdimbre que convulsiona la mirada… Dicho todo, y con todo lo que queda por decir… No hay que hacer ahora salvo desembalar… Y permanecer…

… Eppur si muove,Galileo Galilei.


[1]      «Críos en el cielo», poema de Charles Bukowski en traducción de Eduardo Iriarte Goñi; también las notas 4 y 5


[1]      «El profeta», de Khalil Gibran. También la nota 3.

Por afectación

POR AFECTACIÓN…

Por afectación a la fama y la etiqueta de “escritor”, “intelectual” o “poeta”, por afectación a la desidia (y bastante)… Se podrá decir esto y hacerlo deprisa al hablar de ciertos “escritores o poetas” —y perder, como yo, el tiempo en ello. Sin más se podrá señalar a sus pretenciosos textos y quedarse uno tan tranquilo —mentira, pues se crecen las incertidumbres, las bestias enervadas. Pero no nos encumbremos tampoco nosotros. Sobre ellos, sobre esos despreocupados por juntar letras sin más y sin tino, sobre sus letras de mil y un agasajos, premiadas, podremos decir “Llaneza, muchacho: no te encumbres; que toda afectación es mala” y, también, “Esos esdrújulos, esos palabros, ese espejo ¡redios! ¡A ver si lo limpiamos!”. Podremos decirlo, sin duda, pero después de enviar nuestro consejo “no pedido”, nada queda tras el pecho salvo una pertinente y coja inseguridad, un dolor, una cierta tristeza. Nos equivocaremos pocas o muchas veces, pero hablo aquí se esa profunda intuición desapegada que empuja con violencia a señalar “¡Eso no es Poesía! ¡Qué haces, por Eolo!… Pero no menos honesta será nuestra intención y honestidad para hacer frente a esas letras a la que se les nota el truco y, a las que como a las mentiras, se les coge antes que a un cojo, a pesar de su “fama”, las etiquetas, los reconocimientos y los parabienes. En el mejor de los casos, a tales escritores (hablemos en general) les ha podido el ímpetu y la ilusión… Con suerte, claro.

Parecía apuntar Cervantes con ese “Llaneza, muchacho” la tendencia que muestran determinadas personas —aquí, poetas, escritores, críticos literarios, intelectuales y muchas otras— para hablar de manera engoada y retorcida, para ubicar sin acierto una trombosis de referencias culturales con las que —entre otros recursos y por algún extraño vicio o creencia— quieren emular o significar elegancia, saber, trayectoria, hondura, precognición, conocimiento, élite… Nada más lejos de la realidad. Con suerte será aquello la muestra difusa de una intuición creativa, una, la que sea; pero con suerte y nada más… Y es así catastrófico que ellos mismos no lo sepan (triste, incluso; doloroso) pues se inflan de ciertos encumbres y pasarelas de premios, titulares varios mientras sabotean lo que, en muchos casos, en un deseo real de avanzar en las Letras… Catastrófico (y exagero, sin duda), como esos premios que no entienden la necesidad de poder declararse desiertos… Desierto es un cruel y bella palabra… Ya lo decía Lázaro Carreter, la afectación es ese “defecto que comete un escritor u orador cuando se aparta viciosamente de lo natural”. Pero ¿qué es lo natural en Poesía?… Sin meterse en coche de tres puertas, el diccionario de la RAE matiza, al respecto de la afectación, que esta es la “extravagancia presuntuosa en la manera de hablar” o que consiste en “poner demasiado estudio y cuidado en las palabras”… Afectación… ”bonita palabra. Lástima que medio larga…”, y lástima que eso de “poner demasiado estudio y cuidado en las palabras” tanto valga para los escritores entregados a las Letras —locos o no, vanidosos o no, obsesos por el saber y la Letra o no— como para los que solo quieren la fama, un sueldo, o la cabeza de sus ídolos hecha careta para ellos… Curioso… o no, pero ese tipo de “autores” haberlos haylos, autores que nada aportan al organismo literario, que pretenden (e insisten) en vestirse con el traje del rey desnudo, con la seda de la mona, con ese ropaje que creen brillante y que nada, sin embargo, resiste ante una lectura crítica, atenta y desapegada de famas… Ciertamente, hay casos que duelen… “Llaneza muchacho, no te encumbres”, eso me tengo que recordar ante semejantes “intelectuales” y “escritores”que tanto demuestran una inexplicable suerte en el ruedo (o red de contactos), como un débil conocimiento vivo y doloroso de esa “intuición”, de ese presentimiento que desarma y arrodilla… Por afectación; por falta de humildad, o debido a una vanidad sin correa que la ate en corto —aunque esté mal decirlo por mi parte… En el mejor de los casos, y con suerte, por exceso de ímpetu o inocencia…

            Y sin embargo, existen. Y está bien que así sea.

Imprecisiones sobre el tiempo de otro poema

Salgo de mi casa. Me dirijo a la parada de guaguas. Tengo el tiempo algo justo para llegar y coincidir con el transporte urbano justo a tiempo. Voy con algo de prisa porque no me puedo fiar de ninguno de los relojes. El reloj de muñeca siempre retrasa cinco minutos, pero la hora que muestra el teléfono móvil me hace dudar. En esta ocasión, no camino por en medio de la carretera todo el trayecto hasta el paso de peatones, sino que me subo a la acera a mitad de camino. Saludo a un vecino, que solo conozco de vista, y paso, a velocidad constante y acelerada, junto a varios parterres con árboles, pequeñas piedras, alguna que otra planta en miniatura y diversos excrementos de perro. Y encuentro una tórtola muerta…

Una tórtola muerta en la calle,
	estirada en una esquina de un parterre

Sin embargo mi paso sigue, no se para, sé que quiero llegar lo antes posible a la parada y, esta vez, no voy a dejarme llevar por la impresión de la tórtola muerta. Mi mente, sin embargo, se ha quedado junto a ella. Su mirada se perdía muerta a la altura de mi pies, bajo la línea de los tobillos, destacando su gris blanquecino y polvoriento sobre el marrón negruzco de la tierra húmeda. La miré menos de una milésima de segundo y su imagen viajó a la velocidad de la luz hasta mis ojos. Allí, cada glóbulo ocular invirtió la imagen y la traslado a través del nervio óptico hasta los dos hemisferios cerebrales. El cerebro, entonces, de una manera inconscientemente instantánea, certificó la muerte del animal y ordenó levantar levantar el cadáver. No hay nada que hacer. Ha muerto.

Sobre su pecho,
	una esmeralda verde de un millón de ojos
	ausculta el corazón del ave:
	ya murió. Y no late…

Y seguí andando. En mi cabeza había quedado atrapada la imagen de la tórtola muerta sobre la tierra. La semilla del poema, su idea primera…

…Una tórtola muerta, en la esquina de un pequeño parterre, una mosca verde con sus miles de lentes oculares, saboreando con su boca el cuerpo del ave. La muerte en cuerpo y figura en ese pedazo de naturaleza manipulada que es un parterre; el Tiempo dejaba su huella, la causalidad. La paloma muerta atraería, más tarde, a otros insectos, como las hormigas y cucarachas, estimularía el olfato de gatos y perros callejeros, y, quizás, algún ave rapaz divisaría el cuerpo quieto desde las alturas y picaría el aire hasta él. A medida que seguí caminando, sin haber llegado aún a mi destino, viajé hacia el futuro para crear el poema. En el futuro, la paloma sería devorada por la putrefacción, la tierra aceptaría su cuerpo como lenta ofrenda y, con ella, alimentaría a sus vástagos, a las raíces,  a los pequeños insectos subterráneos, a las bacterias fotofóbicas…

La tierra reclama el cuerpo
	para sus hijos,
	las raíces plañideras
	curvan el torso
	y ofrecen sus lágrimas

Pero mi cerebro no fue el único en firmar certificados de defunción. Los sanitarios de urgencias locales alertaron a los  médicos de guardia y hasta allí se acercó, antes que yo, un forense. Afamado galeno de la muerte, de la reconocida familia Calliphridae, aquella mosca verde botella pisaba el pecho muerto del ave, bajaba la boca y chupaba, meticulosamente. Tal era su entrega al acto consumidor que solo me miró de reojo cuando pasé a su lado. Y aunque deseé que se marchara de un salto, perturbada por mi mirada de reproche inocente, colaboró en el poema, que seguía su propio desarrollo:

La mosca verde recoge sus útiles de medicina
y hace una reverencia:
ya llegan las hormigas
haciendo antorchas de las colillas en triste procesión

Ya llegaba a la parada de guaguas cuando escuché a lo lejos una melodía judía de violines y violonchelos dulces y oscuros. Al final de la calle, imaginé una procesión de hormigas portando antorchas, poniendo en cada paso un ritmo moribundo de zombis que solo piensan en sí mismos, al ritmo, quizás, de Beirut y March of Zapotec.

El poema ¿final?

Una tórtola muerta en la calle,
	estirada en una esquina de un parterre.
	Sobre su pecho,
	una esmeralda verde de un millón de ojos
	ausculta el corazón del ave:
	ya murió. Y no late…
	La tierra reclama el cuerpo	
	para sus hijos,
	las raíces plañideras
	curvan el torso
	y ofrecen sus lágrimas.
	La mosca verde recoge sus útiles de medicina
	y hace una reverencia:
	ya llegan las hormigas
	haciendo antorchas de las colillas en triste procesión.

El poema final nunca llega. Muta una y otra vez, engaña con sus amagos. Cuando se despide y te da la tarea por hecha, es cuando más debes desconfiar. A poco que le des la espalda comienza a alimentarse del todo y de la nada, y crece, a otro ritmo, y en silencio; también en nuestro ser. No obstante, siempre aceptamos durante cierto tiempo que tal o cual versión es la final. Entre los versos que anoté en el bloc de notas y que fue posteriormente publicado hay diferencias que nacieron justo en el momento de la transcripción; incluso hoy, ya en 2013, el poema ha cambiado, leve pero efectivamente. Cuando vuelvo sobre los versos escritos a mano, los retengo una vez más en la memoria a corto plazo y, al mismo tiempo que los visualizo, la industria de la imaginación me aviso: los reconozco, sí; todavía, aún no ha pasado mucho tiempo… Y casi amenaza con otra versión… Y así sucede que podría afirmar que, en casi todos los poemas, este es el principal o el más claro de los procesos creativos, este vaivén de barca anclada en el mar, a la idea-germen del poema. La cadena que se hunde en el mar con el ancla como punta afilada, la historia de la tórtola muerte, es lo que no ha cambiado:

…una tórtola muerte; un doctor que certifica su muerte con millones de ojos; el Tiempo que vendrá y ofrecerá el ave a la tierra, como alimento para sus hijos; la hormigas que hacen antorchas mortuorias de las colillas del suelo…

La historia no cambia. Las imágenes permanecen casi sin modificación. Algunos versos han cambiado. De alguna manera ha tenido lugar un proceso de destrucción y creación, de reciclaje incluso, del poema. Las imágenes se pliegan a la historia, la historia de perfila, las imágenes discuten su intensidad, su conveniencia y veracidad dentro de la tira de fotogramas. El fondo de mi mente bulle, respira, hincha su pecho y se hace con las ideas que aportan las imágenes para cuestionar cómo de profundo han llegado en mi ser. Es cierto que seguí caminando, que no me dejé bucear en el acontecimiento de la muerte de la tórtola, que no navegué su muerte, su mirada, su última rama. No me detuve a contemplarla. Pero, de alguna manera, sí lo hice. Nunca dejé de estar junto al cadáver y nunca abandoné su cuerpo. Caminó conmigo, subió junto a mi la calle Fray Luis de León hasta bajar por el pasaje Samaritano y llegar a la calle principal de Tamaraceite. La contemplación tuvo lugar aunque seguramente no con la profundidad oportuna. No obstante, las marcas que dejó la tórtola persistieron, y el poema, tanto en su versión primera como en la publicada, contribuyen a que las imágenes permanezcan ahí, a mano; al igual que la historia.

Un poema debe producir extrañeza, debe plasmar su decir, su historia, su imagen, su reflexión mental; sumergir su mano e intentar alcanzar el fondo abisal de nuestro ser y del lector. La impresión siempre varía. La profundidad y las reacciones o sensaciones nunca son las mismas; pero son todas estas y más variables las que, al final, dan un raro cómputo o resultado final que es, al mismo tiempo, siempre variable…

Y el poema cambia una vez más:

Una tórtola muerta en la calle
estirada en una esquina de un parterre.
Sobre su pecho,
una forense de bata verde y un millón de ojos
ausculta el corazón del ave:
ya murió. Y no late…
La tierra reclama el cuerpo
para sus hijos,
las raíces plañideras
curvan el torso
y ofrecen sus lágrimas.
El doctor recoge sus útiles de medicina
y hace una reverencia:
ya llegan las hormigas,
iluminan el paso con colillas para la triste procesión. 

Imprecisiones sobre el tiempo de un poema

No podía dormir. Me había desvelado con pensamientos de aquí y de más allá, pensamientos que, en principio, debían adormecerme, distraerme de tal o cual nerviosismo como una nana para inquietas neuronas, cansadas muy a su pesar. Pero no funcionaba así que decidí ir a la cocina y calentarme algo de leche con miel. Cuando me había sentado en el salón, en completo silencio, encendí la tele para (otra vez) distraer mi cabeza. No recuerdo el canal pero sí que pasaban una comedia romántica. Me vino entonces a la cabeza la imagen de una mosca clavada a la pared o a un corcho mediante una chincheta. ¿De dónde salía tal imagen? No lo sé. ¿Acaso pensaba en moscas o en chinchetas cuando estaba aún en la cama? No me acuerdo. Pero ahora poco importa. Esa imagen fue la piedra que penetró la superficie del agua y dio a luz una serie de interminables ondas y casi impredecibles asociaciones.

La creación de un poema tiene mucho de caótico, al menos en apariencia, pues puede llegar a verse como esa superficie del agua que, de repente, agitada por no se  sabe qué, pasa de la calma al temblor. En la creación literaria, aunque seamos capaces de coger en nuestras el objeto que es el libro de poemas o la novela como «algo ya terminado», estamos en realidad ante un acontecimiento más amplio cuyo «efecto» más visible es, precisamente, ese objeto que hemos podido leer, ver o comprar. La obra literaria, el «libro» nunca está terminado; al contrario, solo descansa para seguir creciendo, mutando, evolucionando, cambiando en nuestra mente, en la percepción que tuvimos y tenemos de él, incluso tanto como para ser, algún día, descartado…

La mosca que había asaltado mi cabeza tuvo mejor suerte (no fue descartada) pues, a poco hubo aparecido detrás de mis ojos —con la leche ya enfriándose— comenzó a tejer el siguiente poema:

Yo la vi.
Plácidamente quieta
dormida sobre su colchón blanco,
con las sábanas fuera de la cama
en una habitación compartida.
Allí estaba
y nunca más supe de ella.
Aquella mosca de la fruta,
ensartada en la pared con una chincheta.

Tras escribirlo en un papel cualquiera me pregunté si ese texto con formato de poema era, verdaderamente, un poema; me pregunté qué quería decir, qué querían decir las palabras así dispuestas, cuál era la «historia» o la «experiencia» que alumbraba aquellas imágenes escritas, atadas al papel… ¿Qué es un poema? ¿Qué es Poesía? Aún hoy es una pregunta que me asalta cada cierto tiempo, una sana duda…

Terminé el vaso de leche. La película, la comedia romántica, avanzó un poco más y la mosca clavada en la pared se hizo acompañar, ahora, de un niño que las coleccionaba. Algo macabro, ¿no?          Inmediatamente la mosca clavada, el filo de la chincheta parecían mostrar lo que eran: una metáfora del aquí y el ahora, de un segundo congelado, un recuerdo, una historia. Cuando bajé a mi cuarto aquellas ideas comenzaron a mezclarse sin que me diera cuenta, pero lo hacían, y no tardé mucho en alumbrar otro texto-imagen-poema. La imagen ahora era la de unos niños que sostenían, con sus manos, un reloj, de los de tic tac, y lo acercaban a sus orejas para intentar la captura del minuto o de la hora. De repente, el niño se puso más erguido y ante la mirada impaciente de otro niño sacudió levemente el reloj. Lo hizo una vez, y otra, y así hasta cuatro y cinco veces al tiempo que ahuecaba su mano, debajo del reloj, procurando atrapar uno de aquellos segundos en el instante en que cayera al suelo. Esta nueva imagen me encantaba, y me ayudó un poco más a reconocer que, en ella, era invierno y otoño al mismo tiempo. Ahora había, también, una niña con un jersey con rayas de colores, una franja azul, otra blanca, verde brillante y otra amarilla, y naranja y violenta. La niña tiene el pelo castaño claro y lleva medias de colores distintos. El niño de antes viste unos pantalones con varios bolsillos, de color marrón, también, y una chaqueta roja. Creo que tiene el pelo corto, pero se ha puesto la capucha para darle más emoción a la captura de los segundos. Ahora que el poema había mutado por completo ya era parte de una historia, de un poema completamente nuevo pero, igualmente, metáfora del tiempo:

Atrapaban segundos sobre los cristales,
entre las migas del pan después de almorzar,
en el azúcar de la fruta que mordían.


No puedo decir en qué momento giró la puerta y de una mosca salieron dos niños, pero sé que ambos poemas hablaban o «decían» sobre el tiempo. Las moscas capturan el tiempo, lo siguen como perros sabuesos sobre la mesa, entre las migas de pan, entre las gotas de agua, zumo o vino, bajo el vaho de los platos de comida caliente, y también en la carne dulce de las frutas; ahí donde salta de repente una cascada de agua, tras nuestra mordida…Y los niños… los niños son metáfora del tiempo, del tiempo vivo, presente, tiempo mutante que no es el mismo de un día para otro; tiempo muerto, también, porque siempre nos recordamos siendo niños… El futuro es el único que no es aparece en esos poema, en ninguno. Quizás porque no existe…

Historia de los muros blancos

Una ficción (o recuerdo) sobre el turismo (y anotaciones sobre «Planeta Turista»).

En todos los lugares hay un Sur y el Sur es siempre el Sur, aunque le cambien el nombre… Esto pienso a las tres de la mañana mientras acabo un Las seis menos cuarto en el reloj. Aparta de los ojos el cansancio acumulado de 9 años trabajando en el hotel. Se incorpora en la cama y da los buenos días a la lumbalgia. Él duerme aún vestido de trabajo sobre el sillón. Inclina hacia atrás la cabeza para olisquear el aire y reconoce el rastro de aceite y tabaco que familiarmente le delata desde hace 5 años. Cuánto más cerca están del final del mes, más huelen los cojines a cigarro, a sartén, a freidoras.

Ella se levanta y va directa al baño, se baja los pantalones del pijama hasta los tobillos, se sienta. El calor de la cama parece concentrarse exclusivamente bajo sus nalgas y en caída libre, como el vaho de un recuerdo que ve alejarse cada vez más. Acaba y se limpia, y maniobra hacia la cocina mientras se sube los pantalones. Prepara el desayuno, leche con gofio, barcas de pan caliente con mantequilla. En veinte minutos ya está lista y despierta a su hija y la viste, le da de comer, añade un sándwich de jamón y queso para el recreo del colegio. Aún no ha comenzado a amanecer cuando salen de casa y la chiquilla da los últimos mordiscos a la fruta, y llegan así al coche poniéndose ambas el abrigo. A las seis y cuarenta ya están en casa de los abuelos y ella se despide de la hija con un beso que huele  a café y tabaco. La niña arruga la nariz y los ojos, siempre lo hace, es un olor familiar que no sabe si le gusta o le desagrada.

Llega al hotel diez minutos antes de la hora. Aprovecha para escuchar la radio y fumarse otro cigarrillo. Cuando llegan las compañeras todo son prisas y la cháchara de siempre, a veces las más jóvenes cuentan algún cotilleo, a veces las más viejas, a veces salta un chiste cuando hubo resaca o fiesta. Las camareras de piso destapan y arreglan el día siempre antes de que lleguen ellos… Ellos,  hoy se esperan por decenas o centenas, después de más de 8 horas de viaje. A menudo se arrastran fuera del transfer hasta la entrada del hotel, a veces esbozan una sonrisa, a veces los mueven unos automatismos educados, a veces ni eso o todo lo contrario. Frente a ellos, quien les recibe; el recepcionista intercambia las primeras palabras amables, se pone a su disposición, les informa acerca del mapa donde poder satisfacer su felicidad durante la estancia. Y ellos, al otro lado siendo otros, siendo El Otro con tendencia a alienar a otros sin motivo y con absoluta despreocupación, sin control y con todo incluido.

Con ellos tratan María, la recepcionista, Anne y Mohamed, camarera y ayudante de camarero, Luisa María y Gehard, Guayarmina y Toni, también del departamento de recepción y relaciones públicas. Todos ellos trabajan 8 horas diarias, cinco, seis, siete, ocho y hasta 10 días seguidos (según convenios); ellos trabajan para el Turismo en el mostrador de recepción, ahí donde los rostros se difuminan con el paso de las horas y a penas sí queda un acento, un color de piel, unas dimensiones corporales, unos olores… Todo esto y más acontece en ese no-lugar al que los autores David Guijosa, Acerina Cruz y Samir Delgado han denominado Planeta Turista, y desde el cual esas visiones personales y, a la vez, confluyentes, de la vida en zona turística, y que publican con la Editorial Amargord.

Planeta Turista es la culminación del proyecto Leyendo el Turismo, puesto en marcha por los autores allá por XXX años y que no han dejado de mover por diferentes ciudades de las Islas y otros puntos de España. Es, además, una demostración clara y necesaria de la creatividad posible, y a la que muchas veces obliga por una simple cuestión de salud mental, la vida en zona turística. Desde ese lugar de arquitecturas variables y despersonalizadas, donde las lenguas se mezclan y las culturas se penetran y drogan unas a otros hasta quedar inconsciente, David Guijosa, Acerina Cruz y Samir Delgado han rescatado recuerdos, experiencias, sueños y pesadillas para ofrecernos su visión personalísima del turismo. Esta visión, que parece reducirse a unas experiencias de juventud, llegan al papel con la crítica que infiltra la mirada y la vida adulta, habitada como está de vacíos y soledades que sobreviven el paso del tiempo. Esta mezcla de deja restos, pesados posos de café u otras drogas que, en algún momento, el joven “de aquí” prueba como miel del paraíso turístico, Auténticos insiders del no-lugar de las playas, las piscinas y la crema de coco,  intentado capturar toda la poesía posible que su experiencia como insiders en

“El turismo es sinónimo de esclavitud, siempre que la riqueza generada no sea ecuánime y nunca lo es. Esclavos que pagan las facturas de otros esclavos. Con este modelo siempre continuaremos perpetuando la misma basura”

, dijo Eleanor A. Pero el turista moderno no se sabe un número, un producto más. El turista no quiere pensar que allá fuera

“otros están viviendo como allá, en casa”…

Pero evitemos el drama, por favor, y que corran los daikiris y los sex on the beach, quedémonos con el teatro y los mirones de las dunas. El éxito sonríe a Canarias, dice el Canarias7, en el Planeta Turista.

El mostrador es el teatro humano por excelencia del hotel, la realidad de una supervivencia que enfrenta, a diario, el peso de una sombra informe que se agita y nos mira desde arriba, perpetua y amenazante, profunda y oscura como la lengua de un gusano de leche él).

Ysla, una experiencia poética

Se está bien aquí, al calor de esta cueva de certezas, al soco de un pecio y compartiendo cielo con cientos de postales. Pero me pregunto si conocemos el lugar en el que estamos, si sabemos qué hacemos aquí; si reconocemos, acaso, allá al fondo, las sombras que ocultan el origen de la luz… En lo que a mí respecta, he venido a hablar de la extrema lentitud y pesadez de mis pasos, de preguntas y respuestas, de la voluntad de abandonar a su suerte las sombras de esta caverna, y de un viaje que no cesa en ese instante en que la isla se transforma… Aquí el asombro nos acompaña siempre, un asombro que todo alcanza y por todas partes. Sin embargo no es raro encontrarse con aquellos que ya dejaron de asombrarse, que sucumbieron a las promesas de las sirenas o a la modorra de Onán, ese hábito del poeta, del escritor o del crítico (del artista) hipnotizado por su propia mano… Para nosotros esta puede ser la peor condena, abandonarse por completo al delirio localista, formar pequeñas repúblicas o reinos, rebaños donde no exista la posibilidad de discrepar, de dibujar y compartir otras y nuevas miradas y provocaciones; idolatrar falsas certezas…

La Ysla es esa multidimensión que niega todo límite cuando, frente al océano, toma sentido el tiempo, condensado como se halla en este mundo al que algunos denominan «rodeado de mar por todas partes».          Sin duda, la Ysla es un lugar inabarcable en el que todos caben, una maravilla que podemos tomar prestada a diario y más allá de apresuradas etiquetas y marcas. La Ysla (con “i griega”) es la curvatura de un día a día que exige humildad, sacrificio y honradez; es creación y silencio, extrañeza, paciencia y remanso, ver más allá y dejarse sorprender, conocimiento de un rumor que todo lo envuelve y en todas partes se expone a la intemperie. La isla, cuando se hace Ysla, es búsqueda y riesgo, de ahí que si se adolece de un ejercicio responsable de la reflexión y la autocrítica, la vanidad, el vacío y el folclorismo clónico aplastan el sentido de la Poesía, de la Ysla…

La Ysla puede provocar vértigo a aquel que la descubre por primera vez cuando, al repetir “no hay certezas” frente a los ojos, ve aparecer una cabeza que transforma el horizonte (antes recto y rígido), en un hogar oblongo, circular, curvo y sin límites. Esta nueva luz de Mafasca se aparece ante nosotros, en ese instante, para mostrarnos lo pequeño de nuestros pasos, este mundo inaudito, tremendo y hermoso que es, en verdad, la Ysla. Nos hace sentir muy pequeños… Ante esta visión, el recién llegado e, incluso, en ocasiones, aquel que la habita, se estremece, teme darse cuenta de que apenas sí sabe algo. A unos y a otros la ola los coge por la espalda, los sacude y, entonces, cuando pueden recuperarse del revolcón, corren en busca de quehaceres más prosaicos, de falsas certezas en la tradición, en las convenciones literarias, en la seguridad de un rebaño. Y así es que en la Ysla unos se aferran a lo conocido, a las voces que les dictan tal o cual camino, mientras otros recorren libres todas las dimensiones, llevan su isla a todas partes, viajan por la calle como unidades fugaces que buscan, a diario, el borde de las lenguas extáticas en la orilla. En la Ysla el tiempo mismo llega a reconocer su inexistencia, cuando los días se hacen años y los años toda una vida; y la vida, un todo que nos supera, un buen puñado de hojas en la orilla sobre la arena, una multitud de espejos que nos muestran, a nosotros y al visitante, las maletas que cargamos, las cadenas…

Cuanto más se camina en la Ysla, más se acrecienta la propia desnudez del que avanza, más se transmuta en creación y luz la urdimbre que convulsiona la mirada tras los ojos. Y, así, el mar pasa a ser océano, y el océano existencia, ser, un lugar inabarcable, un lugar de partida y llegada; siempre ahí, y en todas partes.