Ysla, una experiencia poética

Se está bien aquí, al calor de esta cueva de certezas, al soco de un pecio y compartiendo cielo con cientos de postales. Pero me pregunto si conocemos el lugar en el que estamos, si sabemos qué hacemos aquí; si reconocemos, acaso, allá al fondo, las sombras que ocultan el origen de la luz… En lo que a mí respecta, he venido a hablar de la extrema lentitud y pesadez de mis pasos, de preguntas y respuestas, de la voluntad de abandonar a su suerte las sombras de esta caverna, y de un viaje que no cesa en ese instante en que la isla se transforma… Aquí el asombro nos acompaña siempre, un asombro que todo alcanza y por todas partes. Sin embargo no es raro encontrarse con aquellos que ya dejaron de asombrarse, que sucumbieron a las promesas de las sirenas o a la modorra de Onán, ese hábito del poeta, del escritor o del crítico (del artista) hipnotizado por su propia mano… Para nosotros esta puede ser la peor condena, abandonarse por completo al delirio localista, formar pequeñas repúblicas o reinos, rebaños donde no exista la posibilidad de discrepar, de dibujar y compartir otras y nuevas miradas y provocaciones; idolatrar falsas certezas…

La Ysla es esa multidimensión que niega todo límite cuando, frente al océano, toma sentido el tiempo, condensado como se halla en este mundo al que algunos denominan «rodeado de mar por todas partes».          Sin duda, la Ysla es un lugar inabarcable en el que todos caben, una maravilla que podemos tomar prestada a diario y más allá de apresuradas etiquetas y marcas. La Ysla (con “i griega”) es la curvatura de un día a día que exige humildad, sacrificio y honradez; es creación y silencio, extrañeza, paciencia y remanso, ver más allá y dejarse sorprender, conocimiento de un rumor que todo lo envuelve y en todas partes se expone a la intemperie. La isla, cuando se hace Ysla, es búsqueda y riesgo, de ahí que si se adolece de un ejercicio responsable de la reflexión y la autocrítica, la vanidad, el vacío y el folclorismo clónico aplastan el sentido de la Poesía, de la Ysla…

La Ysla puede provocar vértigo a aquel que la descubre por primera vez cuando, al repetir “no hay certezas” frente a los ojos, ve aparecer una cabeza que transforma el horizonte (antes recto y rígido), en un hogar oblongo, circular, curvo y sin límites. Esta nueva luz de Mafasca se aparece ante nosotros, en ese instante, para mostrarnos lo pequeño de nuestros pasos, este mundo inaudito, tremendo y hermoso que es, en verdad, la Ysla. Nos hace sentir muy pequeños… Ante esta visión, el recién llegado e, incluso, en ocasiones, aquel que la habita, se estremece, teme darse cuenta de que apenas sí sabe algo. A unos y a otros la ola los coge por la espalda, los sacude y, entonces, cuando pueden recuperarse del revolcón, corren en busca de quehaceres más prosaicos, de falsas certezas en la tradición, en las convenciones literarias, en la seguridad de un rebaño. Y así es que en la Ysla unos se aferran a lo conocido, a las voces que les dictan tal o cual camino, mientras otros recorren libres todas las dimensiones, llevan su isla a todas partes, viajan por la calle como unidades fugaces que buscan, a diario, el borde de las lenguas extáticas en la orilla. En la Ysla el tiempo mismo llega a reconocer su inexistencia, cuando los días se hacen años y los años toda una vida; y la vida, un todo que nos supera, un buen puñado de hojas en la orilla sobre la arena, una multitud de espejos que nos muestran, a nosotros y al visitante, las maletas que cargamos, las cadenas…

Cuanto más se camina en la Ysla, más se acrecienta la propia desnudez del que avanza, más se transmuta en creación y luz la urdimbre que convulsiona la mirada tras los ojos. Y, así, el mar pasa a ser océano, y el océano existencia, ser, un lugar inabarcable, un lugar de partida y llegada; siempre ahí, y en todas partes.