Reseña a “Música para un arjé”, de Antonio Arroyo Silva

“Música para un arjé” (Ediciones La Palma, 2021) es el libro más logrado de Antonio Arroyo Silva (La Palma, 1957), autor de 14 libros de poemas entre los cuales “Las horas muertas” recibió el Premio Hispanoamericano de Poesía Juan Ramón Jiménez, en su edición del año 2019. Para aquellas personas que quisieran tomar un primer contacto con la obra de este poeta, recomendaría «Música para un arjé», no sin antes avisar de que la voz que leemos en este libro poco o nada tiene que ver con aquella voz del poeta en títulos anteriores. Es este hecho el que más llama la atención e intriga nada más comenzar el libro y aunque a medida que vamos leyendo comenzamos a «reconocer» al poeta que leíamos en otros libros anteriores, no por ello deja de ser una hecho llamativo.

La poesía que busca Antonio Arroyo Silva materializa versos de lenguaje sencillo que, no obstante, no ocultan el gusto del poeta por emplear palabras que extrañen al lector. Desde estas coordenadas iniciales, el poeta gusta de dar a sus poemas un tono que de cierta «épica emotiva» o de «altos sentimientos e ideas» que hacen pensar que las ideas del poeta acerca de la poesía y la creación literaria corresponden, de alguna manera, a un cierto clasicismo o tradicionalismo de la belleza. Es esta tendencia, imagen (¿espejismo?) o aspiración la que la que seduce al poeta hacia determinados exceso y distracciones. En otras palabras, si en los poemas de “Música para un arjé” reflejan una mirada, un pensamiento poético más contenido y sostenido en el tiempo del poema, y de aquello que lo fecunda, en comparación con otros libros del autor, también delatan que al poeta le cuesta resistirse a la palabra, el verso y la estrofa de más. A estos excesos añadimos varios poemas que facilmente sobran, atendiendo al conjunto del texto. sobrarían

Es cierto que estos excesos podrían entenderse también como otro tipo de distracciones pues el poeta, al escribir de más, se aparta del curso natural del poemta, buscando en ocasiones el verso o cierre ingenioso, o para alimentar una pretensión de profundidad que no ha ido alimentando desde el inicio del poema. Al retorcer el discurrir de las ideas del poema se abre la puerta a las contradicciones, a afirmar o exponer una idea y, acto seguido, su contraria sin que esta oposición haga parte de la tensión del poema. Y ya distraído, el poeta olvida despojarse de lo accesoria, desvía su atención a las afueras de la claridad de su pensamiento en el poeta.

El porqué de tales excesos y distracciones podríamos explicarlo si conociésemos el proceso de confección del libro y sus poemas; sabiendo, acaso, qué concesiones se hizo a sí mismo el poeta y cuándo cedió (si tiene conciencia de ello) ante la dependencia o cercanía emocional respecto a tal o cual texto o, simplemente, a sus apetitos o vanidades. Sin estas pistas, poco podemos hacer más que elucubrar acerca del compromiso del poeta con el hábito, perpetuo y necesario, de inquisición del poema, con el ritual de descortezarlo hasta que se muestra tal cual es, y no como querría el poeta.

Ya para terminar, desde un punto de vista «numérico, tras leer dos veces “Música para un arjé” el resultado es que el total de poemas con valoración neutra, floja o negativa duplica al número de aquellos poemas rotundos (4) y aceptables (8). De ahí que la lectura nos arroje a la paradójica sensación de tener la certeza de haber leído el libro más logrado del autor, aquel en el más se ha despojado de “vicios” y, al mismo tiempo, saber que el autor no fue capaz (tampoco en este libro) de continuar esa senda que abre con determinados poemas y que le habrían permitido dotar al libro de un mayor peso poético.

A continuación, una muestra de poemas del libro:

Anochecen también los artilugios.
Los árboles no están, ni los gorriones;
las palabras no llegan a la boca que las dice
ni al simple gesto
que las modifica. Alguien se va
con la lluvia, se va y vuelve árbol
o gorrión o palabra ya sin diente,
sin canto. Lluvia blanca, árbol negro,
¿dónde la sensación de izarlos
hasta el ahogo?

Anochecen también los artilugios
y la materia azul que los sostiene
al instante de ser inalterables.
Yo anochezco con ellos
por si al amanecer no le siguiera
un precario abandono.

***

Bébete el agujero y el musgo
azul de la mareta antes de saber
lo que es el agua, antes del ahogo
y la asfixia amarilla de la luz.

El eco quedará 
de ti temblando en una pausa,
mientras el agua cruje
bajo los pies del tiempo.

***

Agua de la sequía, ni la ausencia
te pudiera beber ni el pensamiento,
acaso, te pudiera pensar. Yo no sé
de ese hueso que el agua dejó 
en tierra, sus meandros, nervaduras,
esas huellas calizas de haber sido
el trasiego de muertes que llegaron
del mar. Cierro los ojos:
te veo en mis entrañas, no saciando.

Reseña a “La parte blanda”, de Sandra Santana

El poema sugiere su lectura, lectura que es fruto del encuentro demorado del autor con su poema cuando escribe, reescribe y revisa. Este acto de despojamiento apura esa mínima fracción de la realidad que percibe y vive el poeta, y que luego reelabora. Reelaborar así la experiencia desde el poema exige al poeta navegar una serie de presencias y ausencias, escogerlas para el texto, disponiendo así una u otra lógica de «espacios» con ese margen de silencios y saltos que es capaz de asumir. El poema, para mantener su lectura, acepta solamente aquellos saltos de sentido, cognitivos y de ritmo de lectura que «congenian» con él y que extienden los límites de sus afueras. Tras ese encuentro o unión, el poema habrá ganado otras lecturas posibles; no perfectas, pero efectivas.

En este juego de tensiones o lecutras se mueven, con acierto generalizado los poemas de “La parte blanda” de Sandra Santana, publicado por Pre-Textos, en 2022, dentro de su Colección La Cruz del Sur. Este libro reúne poemas de temática diversa y que ofrecen una sugerente variedad de lecturas, tanto en la manera de leerlos como en sus sentidos. Encontramos textos de crítica social, metalingüísticos pero, ante todo, sugerentes, escritos para una lectura pausada, exigente, que nos permita el tiempo y el espacio suficientes para atender sus intrigas y desvelos. La lectura de cada poema, el «cómo» leerlos, se identifica con naturalidad e incluso en aquellos poemas donde tal lectura no se identifica con claridad, entendemos que forma parte de la idiosincrasia del poema. De alguna manera, estas “interferencias” o “ruidos” quieren atraer nuestra mirada hacia determinadas palabras o versos, obligándonos a interpelarlos directamente.

«La parte banda» ofrece una mirada crítica hacia diferentes aspectos sociales y antropológicos que, incluso desde una lectura o sentido reivindicativo logran mantener su rumbo poético, sin entregarse a los excesos ni el eslogan que, más que añadir sentidos, claridad y hondura provocan apenas ruido cuando dominan la escritura. Esta distancia que navega Sandra Santos permite a los poemas mantener un personal equilibrio entre el pensamiento poético y el pensamiento crítico en un conjunto que apenas sí tropieza en unos pocos textos, bien por inacabados o de cierre demasiado abierto, bien por mostrar un acabado excesivamente críptica dentro del conjunto del libro. Con todo, una lectura recomendable, y una autora a la que esperar.

A continuación, una muestra de poemas del libro:

Que a todos
os pertenece
la fragilidad.

Que a todos os canta
secreta
una melodía triste
a veces.

Que a todos os hizo hervir
el corazón
con su aleteo
a veces.

***
Mirad esa línea
invisible
que descubre en el cielo
el vuelo del ave:

algo os empuja más fácilmente
a esta palabra
que
a la otra.

***
La misma distancia
separa el puño
y la palma de la mano,
la hoja de papel
sobre la mesa
y ese avión
que sobrevuela las cabezas
de los niños en clase.

También los pliegues
os atraviesan
y transforman.

***
Ya se ha dicho antes:
la palabra circunda el vacío.

Ya se ha dicho antes,

no nace
de la abundancia
del corazón,
sino de la carencia
que asedia la boca.

«La comedia sin dios», ¡nuevo libro!

La poesía es una de las formas del conocimiento y, en ella, los poemas materializan las ideas que la animan y ensanchan. “La comedia sin dios” reúne un conjunto de poemas que, tras 11 años de escritura y reflexión sobre la soledad, el cambio, el amor y el deseo, la muerte, el dolor y el miedo, ficcionalizan el resultado de tales reflexiones.

«La comedia sin dios» es este primer intento poético de señalar, sobre un mapa inacabable, unas coordenadas que pueda reconocer como propias.

Aquí algunos poemas:

Espacio inerte este cielo asediado
y encinto de cenizas. Las horas
ejecutan aquí su condena,
su poco vientre comerciando soledad.

Podría abandonarme ahora sobre un lecho
de algas, bajo bolsas de plástico blanco.
Y huirme

***
     

 
te miras en el cristal
de una ventana,
en el espejo o
en el retrovisor,
y allí te descubres.
Reconoces en ti
el temblor e intentas
esconderte. Sabes,
entonces, que no vas
a llorar, hoy no
repica desahogo,
y no vale la pena.
En este preciso
instante alguien posa
de nuevo los párpados
sobre tus ojos.

*** 

    
No sé qué luz es esta,
en este patio, a estas
cinco y media de la tarde.
No sé qué luz, pero ya
es sobre los faroles
de cobre, bajo las tejas
verdes, frente a la ropa
tendida que aún seca
por navidad.
Promesas, de paz y recuerdos,
que acompañan hoy dos medias
vidas separadas por unas sillas.

 
No sé qué luz es esta,
en este patio, a estas
cinco y media de la tarde.
No sé qué luz, pero ya
es sobre los faroles
de cobre, bajo las tejas
verdes, frente a la ropa
tendida que aún seca
por navidad.
Promesas, de paz y recuerdos,
que acompañan hoy dos medias
vidas separadas por unas sillas.
 

 
***
 

    
Puerto preñado. Son engendros
metálicos que lo habitan liberando
sus esporas, ruido en el aire para la luz
y cabezas sobre una arena negra
presa de negros luceros.

Útero extraño, el puerto.
Extraños los huesos quebrados
sobre aceite de motor y excrementos,
el llanto de máquinas sin memoria
ofrecido a seres enjaulados tras los cristales.
     

 
***
 

    
He sobrevivido a la lengua
que estrangulabas tras los dientes.
De esa misma lengua brotaron
todas las flores que masticamos juntos.</em>

***
 

Puedes comprar «La comedia sin dios» en:

O pedirlo en tu librería habitual.

«Para que exista el navegante», primeras notas

La erosión es la barbarie casi inevitable que vacía de sudor y sepia las palabras, el deseo de loas y famas sobre todo y todos. Ajenas a ella habitan las palabras y la marca del tiempo en aquello que la vida rodea y conforma. Para que exista el navegante ha de resistirse la propia voluntad contra el miedo y la vanidad. Sólo así sobrevive la Ysla, sólo así se vive en el misterio y el temblor que han hecho nido (y resistencia) en el centro mismo de aquella erosión, experiencia humana inevitable, del individuo y su conciencia. Cuando una palabra ve escurrirse su vida por los pozos del uso, la manipulación, la moda, el exceso de adorno o la costumbre, queda vacía, erosionada por semejantes vientos, caracola abandonada a su suerte y a la espera de una nueva marea que se la lleve. La industria de los caparazones vacíos —decir, aquí, vacuidad inflaría el pecho de ese palomo— se ha instalado entre tú y yo, entre nosotros, lectores. Existen hordas de mercaderes y mercenarios reclutados, miles de voluntarios e involuntarios defensores y propiciadores cuyo fin consiste en lanzar sus redes al mar para aumentar, sin saciedad posible, el número de capturas. No en vano, el Arte se cuenta entre una de sus más conocidas piezas de colección.

El espectáculo es sin duda grotesco, museos, galerías, exposiciones, bancos, grandes empresas, la posesión como la mayor y más deseable de las bendiciones, la fama dios-objeto de adoración y, sobre todo, reducto de vanidades. Estos vendedores y falsos profetas muestran el arte como los huesos limpios y pulidos colgando del cuello de un bárbaro, y afirman saberlo todo, y conocer el futuro del mundo. Pero no nos equivoquemos, ese Arte, esa Literatura, nada sabe del navegante, nada de la Ysla ni el temblor. Su único interés es el poder en cualquiera de sus formas y por ello es que se arrastra, para que resuenen más todos los cachivaches acumulados. Nada sabe del  mar, no conocen al navegante… Pero existe. Para que exista el navegante ha de existir la Ysla, y la Ysla existen en la intuición hecha dolor y latido, en la presencia que no podemos encerrar entre nuestras manos. La Ysla existe porque hay brisa y hay viento y tormenta, porque pueden volar pájaros y son imposibles las jaulas. Y así la Poesía, pues no acepta cadenas ni fronteras, aunque tolera cariñosamente las nebulosas etiquetas, las muchas teorías; porque sabe de la necesidad que las mueve (que es la nuestra), que mueve como hambre inaudita a aquellos que se lanzan por la borda para darle vida.

Sobre un mapa antiquísimo, quizás el más antiguo de todos, el poeta, ensayista y crítico literario Lázaro Santana (Gran Canaria, 1940) traza en su libro de poemas “Para que exista el navegante” una búsqueda, casi un afán, por encontrar el corazón de la Ysla en las Islas Canarias. La travesía se sabe incierta y la distancia que separa al autor de la torre oscura advierte de que, para llegarse hasta ella, habrá de entregar algo a cambio. Con este reconocer el futuro riesgo y la aventura, el poeta declara:

Es necesario que penetres,
fiel, hasta el centro mismo de tu mente
y que te acoja allí el espíritu:
hecho a su vuelo, en la llama que segrega
el cristal, fúndete —solo una lengua
poseída nombrará mi alfabeto

Osadía o provocación, pocos son los escudos para el navegante que abraza la posibilidad del mástil y su atadura. Ante él el circo del mundo y Sísifo al fondo, siempre al fondo, dedicado a su vida arrastrando la piedra hasta la cima de la montaña. El navegante se amarra al mástil para no enloquecer, para no perderse ni desviarse, a sabiendas de que la posibilidad de llegar al destino deseado es cualquier cosa menos una garantía. El navegante, en este encuentro que convoca un texto frente a un lector, es el crítico literario. Muchas son las preguntas, los enigmas; pocas, las respuestas, y cuando aparecen no son más que pasarelas hacia mayores o distintos interrogantes, hacia otras migas de pan que, con alguna suerte, darán las indicaciones para llegar a tierras todavía desconocidas. Se parte de un precario puerto, y entonces los pasos y los esfuerzos se enhebran un día tras otro, y también la lectura y su experiencia que intenta, torpemente, recordarse. Antes de parte y frente al espejo, el navegante repite ante el espejo su verdad, está solo, es falible, imperfecto. transita el seno de lugares desconocidos, sueños y pesadillas de otros, Así el poeta, el escritor, el crítico literario aceptan también la inquietud que lo conmueve y toda su experiencia, ese temblor que

no tiene otro
fin su canción que acompañarnos,
como un poco de lluvia o un cuerpo amigo:
sin intención de asumirlos,
	ni de usurparlos,
su voz llena la noche donde vives,
la enciende de sonidos que acercan
a ti toda la tierra,
y con ella su ritmo a cuanto dices.
Cuando con la luz de pájaro la luna
viene, él se va buscando otra zona oscura

Ente el texto, el lector siente bajo la epidermis la llegada de la maresía, el síntoma que es el vapor de tiempo corroyendo la chapa de los coches, ese hálito que asciende desde los abismo cotidianos, inútil excepto por el sentido que descubrimos y declaramos en él. Esa es la experiencia creativa, aquella también de la lectura que tan bien conoce el tiempo; cada segundo entre los dientes es potencia de un hambre que se sacia. La lectura atenta —aquella del escritor, del poeta, del traductor y del crítico literario— crece y hace hueco a un hambre aún mayor. Y es en ese instante irrepetible que el el crítica literario descubre la posibilidad de reconocer a la vanidad y el miedo como compañeros inseparables. De idéntica manera, el misterio sale al encuentro de todos los autores y creadores abordándolos con preguntas: ¿ignorarás los peligros del camino? ¿seguirás el rumbo que dicten los cantos de las sirenas? El texto literario es el fruto que ve la luz desde la experiencia de otros y el lector experimentado, en este caso el crítico literario, afronta el reto de reconocer en ella su propia experiencia, junto con las luces y las sombras del viaje que ha de emprender. Desde las primeras líneas, la aparente seguridad del puerto se difumina. Emprender el viaje es aceptar el sitio de las incertezas.

Esta actitud no es sino un sincero reconocimiento de las propias limitaciones, de las propias carencias, pero manifiesta también una intensa intimidad con las fuerzas ocultas de la creación literaria, de los procesos creativos; es una humildad que se hará responsable de la palabra y de los argumentos dados, las imágenes y metáforas construidas para llevar al otro lector su experiencia del texto, a sabiendas de que esta podrá cambiar con el tiempo y de que no es perfecta ni totalizadora. Entregado de esta manera a la lectura, el crítico acepta el sacrificio de su ego como autor al crear un texto desde al que se debe, dando alienta a las alas de una obra que no es la suya sin nunca lastrarla, ni dejar que su vanidad o miedo contaminen su juicio.

Al igual que el poeta se entrega al trabajo del poema, con la conciencia de luchar contra gustos, modas, corrientes, felicitaciones, premios y adulaciones —y la posibilidad de derrotarse—, el crítico literario se ofrece al otro texto, a la experiencia del Otro hecha letra, para alumbrar una intuición no perfecta, cruda en ocasiones, pero que puede nombrar y razonar a lo largo de su propio texto, el texto (re)creado. Esta intuición de la razón que es la crítica literaria empeña sus tentativas en apuntalar los caminos que muestra el texto, aquellos que quiso el autor, pero también la consistencia etéreo o “falsa” de estos cuando, ante la lectura del crítico, no se sostienen naturalmente. El crítico puede indicar también nuevos caminos, a pesar de que sea él, y solo él, el que los vea y reconozca, como también puede no andar caminos que, ya transitados por otros, hayan quedado borrosos sobre la tierra roja, o, simplemente, porque no ha sido capaz de “leerlos”.

Así pues humildad y sacrifico y honradez, porque para que exista el navegante ha de existir, al menos, la intuición de la incerteza, ese destino llamado poesía, el placer de la letra y sus fondos y sombras, amar la vida como mito. Oscuras son las paredes ahora de este mundo —siempre lo fueron— y, sin embargo, entra la luz y el instante se acaricia en nosotros. Es la lectura, el acto de creación que comienza. Y al mirar nuestros pies un vaho de luz delata el color de la tierra que pisamos y llega, entonces, el momento. Ahora es inevitable la causalidad de hablar desnudos aunque siga disponible el disfraz y la máscara. Atrás quedaron los trajes suntuosos, la protección del sol y el día, y vemos acercarse ya las lindes de la selva oscura del poeta. Unas bestias nos cruzan el camino… La diferencia, en esta ocasión, es que nosotros somos las bestias y sus inquisiciones:

¿Quiénes sois? ¿De dónde venís…? ¿Y a dónde vais?

Viejas bestias somos, sabemos el porqué de nuestras preguntas. Incluso nos permitimos lanzarlas con cierto orgullo en el quiebro de la voz… Pero bestias, a fin de cuentas. Sin embargo, para nuestra sorpresa vemos en la pupilas de aquellas bestias que somos nosotros mismos un brinco de sorpresa. Tanto nos conocemos que no nos esperábamos. Y en un claro bajo del bosque bajo la luna, nosotros y las bestias aguardamos en silencio…

En su libro “Una introducción a la teoría literaria”, Terry Eagleton afirma que para que tal teoría (teorías) tuviera existencia cierta debía existir eso que acordamos en llamar Literatura, y ser posible su denuncia, señalarla y delimitarla…. Para que exista la Literatura, la Vida, vivos debe haber caminando los senderos y reconociéndose unos a otros (y sí mismos) en tal arriesgada experiencia. Y para que esa vida sea, de verdad, Vida, el origen y el fin, los múltiples destinos previos, la metas, los puertos, las llegadas deben existir y conocerse. No en vano, existe el Encuentro porque dos (al menos dos) confluyen en el tiempo y el espacio, reuniéndose en un zigoto inicial que es enfrentamiento y confrontación, conflicto de pareceres que, a veces distantes en el espacio y en el tiempo, se reconocen aún siendo desconocidos, simiente de extrañeza. La crítica literaria es uno de los mejores ejemplos del Encuentro, a pesar de todos los empecinados intentos de “purificar” su actividad y modos de los mismos “gérmenes” que la nutren —a saber, experiencia del individuo (re)creador que es el crítico literario—, por vestirla de “cientificismo”. Todos estos intentos, obsesión como otra de inflar de terminología y obscura sintaxis el propio y natural razonamiento, esa insistente obcecación por diseccionar y reducir a sus más ínfimos elementos aquello que, sin sangre ni aire, deja de vivir y de ser Literatura, es solo entendible en su extremo como un verdadero miedo a lo incierto. Pero cuando se acepta que la vida no es más que una madeja de incertezas, ¿qué otra cosa puede ser la Literatura?

El crítico literario acepta el arenal de exigencias en el que avanza su travesía por el desierto; le cercan exigencias, desde todas las lenguas, desde el autor, el poeta, desde el escritor que afirma que el crítico es un autor frustrado y vengativo, que es una marioneta de la industria. Y haberlos haylos. La actualidad de la crítica literaria que llega al gran público exhibe sin pudor un panorama triste y desolador de “sobornos”, ausencia de compromiso literario y vanidad rampante o miedo a la experiencia y razón propias. Además, muchos académicos y estudiosos empeñan su tiempo en acusaciones de otro tipo de crítica, acuartelándose tras muros adrianos de teorías y confites. Y con gusto el crítico literario iniciaría la construcción de su propio búnker subterráneo tras el cual parapetarme, esa otra de torre de marfil o sombra que da el autor “afamado, muerto y ya  reconocido”. A la sombra de maestros y maestrillos se crecen todas élites que, como tales, alejan de sí mismas la propia naturaleza de la Literatura. Encantado estaría, sin duda, y de hecho ocurre así en la actualidad, también con los nuevos escritores. Olvidar la Literatura es olvidar la Vida y sus procesos creativos en pos de la seguridad de la ciencia y el comercio. En esta línea parece manifestarse el crítico literario Antonio Alatorre cuando afirma que:

«En el poeta, la creación tiene un carácter absoluto: él no juzga. El crítico sí juzga, pero en esta tarea no se apoya fundamentalmente en bases científicas, sino en una intuición personal iluminada por la inteligencia… El crítico nos comunica su experiencia del poema. El creador original parte de la emoción suscitada en él por un hecho de la naturaleza, de la humanidad, de su vivencia personal, de su fantasía. El crítico parte de la experiencia que es su contacto con la obra literaria… el crítico, lector privilegiado, dotado no solo de mayor receptividad y de mayor sagacidad literaria, sino también de la capacidad de comunicación, es un espejo mucho más fiel y amplio, mucho más capaz de reflejar en toda su complejidad la esencia de la obra. Las impresiones que en el lector ordinario son difusas e imprecisas, se dan organizadas, coherentes y luminosas en el crítico».

Es precisamente esta condición “bárbara”, fronteriza y limítrofe, esta original punto de encuentro, el que expone al crítico a todo tipo de ataques.

Ysla, una experiencia poética

Se está bien aquí, al calor de esta cueva de certezas, al soco de un pecio y compartiendo cielo con cientos de postales. Pero me pregunto si conocemos el lugar en el que estamos, si sabemos qué hacemos aquí; si reconocemos, acaso, allá al fondo, las sombras que ocultan el origen de la luz… En lo que a mí respecta, he venido a hablar de la extrema lentitud y pesadez de mis pasos, de preguntas y respuestas, de la voluntad de abandonar a su suerte las sombras de esta caverna, y de un viaje que no cesa en ese instante en que la isla se transforma… Aquí el asombro nos acompaña siempre, un asombro que todo alcanza y por todas partes. Sin embargo no es raro encontrarse con aquellos que ya dejaron de asombrarse, que sucumbieron a las promesas de las sirenas o a la modorra de Onán, ese hábito del poeta, del escritor o del crítico (del artista) hipnotizado por su propia mano… Para nosotros esta puede ser la peor condena, abandonarse por completo al delirio localista, formar pequeñas repúblicas o reinos, rebaños donde no exista la posibilidad de discrepar, de dibujar y compartir otras y nuevas miradas y provocaciones; idolatrar falsas certezas…

La Ysla es esa multidimensión que niega todo límite cuando, frente al océano, toma sentido el tiempo, condensado como se halla en este mundo al que algunos denominan «rodeado de mar por todas partes».          Sin duda, la Ysla es un lugar inabarcable en el que todos caben, una maravilla que podemos tomar prestada a diario y más allá de apresuradas etiquetas y marcas. La Ysla (con “i griega”) es la curvatura de un día a día que exige humildad, sacrificio y honradez; es creación y silencio, extrañeza, paciencia y remanso, ver más allá y dejarse sorprender, conocimiento de un rumor que todo lo envuelve y en todas partes se expone a la intemperie. La isla, cuando se hace Ysla, es búsqueda y riesgo, de ahí que si se adolece de un ejercicio responsable de la reflexión y la autocrítica, la vanidad, el vacío y el folclorismo clónico aplastan el sentido de la Poesía, de la Ysla…

La Ysla puede provocar vértigo a aquel que la descubre por primera vez cuando, al repetir “no hay certezas” frente a los ojos, ve aparecer una cabeza que transforma el horizonte (antes recto y rígido), en un hogar oblongo, circular, curvo y sin límites. Esta nueva luz de Mafasca se aparece ante nosotros, en ese instante, para mostrarnos lo pequeño de nuestros pasos, este mundo inaudito, tremendo y hermoso que es, en verdad, la Ysla. Nos hace sentir muy pequeños… Ante esta visión, el recién llegado e, incluso, en ocasiones, aquel que la habita, se estremece, teme darse cuenta de que apenas sí sabe algo. A unos y a otros la ola los coge por la espalda, los sacude y, entonces, cuando pueden recuperarse del revolcón, corren en busca de quehaceres más prosaicos, de falsas certezas en la tradición, en las convenciones literarias, en la seguridad de un rebaño. Y así es que en la Ysla unos se aferran a lo conocido, a las voces que les dictan tal o cual camino, mientras otros recorren libres todas las dimensiones, llevan su isla a todas partes, viajan por la calle como unidades fugaces que buscan, a diario, el borde de las lenguas extáticas en la orilla. En la Ysla el tiempo mismo llega a reconocer su inexistencia, cuando los días se hacen años y los años toda una vida; y la vida, un todo que nos supera, un buen puñado de hojas en la orilla sobre la arena, una multitud de espejos que nos muestran, a nosotros y al visitante, las maletas que cargamos, las cadenas…

Cuanto más se camina en la Ysla, más se acrecienta la propia desnudez del que avanza, más se transmuta en creación y luz la urdimbre que convulsiona la mirada tras los ojos. Y, así, el mar pasa a ser océano, y el océano existencia, ser, un lugar inabarcable, un lugar de partida y llegada; siempre ahí, y en todas partes.