No podía dormir. Me había desvelado con pensamientos de aquí y de más allá, pensamientos que, en principio, debían adormecerme, distraerme de tal o cual nerviosismo como una nana para inquietas neuronas, cansadas muy a su pesar. Pero no funcionaba así que decidí ir a la cocina y calentarme algo de leche con miel. Cuando me había sentado en el salón, en completo silencio, encendí la tele para (otra vez) distraer mi cabeza. No recuerdo el canal pero sí que pasaban una comedia romántica. Me vino entonces a la cabeza la imagen de una mosca clavada a la pared o a un corcho mediante una chincheta. ¿De dónde salía tal imagen? No lo sé. ¿Acaso pensaba en moscas o en chinchetas cuando estaba aún en la cama? No me acuerdo. Pero ahora poco importa. Esa imagen fue la piedra que penetró la superficie del agua y dio a luz una serie de interminables ondas y casi impredecibles asociaciones.
La creación de un poema tiene mucho de caótico, al menos en apariencia, pues puede llegar a verse como esa superficie del agua que, de repente, agitada por no se sabe qué, pasa de la calma al temblor. En la creación literaria, aunque seamos capaces de coger en nuestras el objeto que es el libro de poemas o la novela como «algo ya terminado», estamos en realidad ante un acontecimiento más amplio cuyo «efecto» más visible es, precisamente, ese objeto que hemos podido leer, ver o comprar. La obra literaria, el «libro» nunca está terminado; al contrario, solo descansa para seguir creciendo, mutando, evolucionando, cambiando en nuestra mente, en la percepción que tuvimos y tenemos de él, incluso tanto como para ser, algún día, descartado…
La mosca que había asaltado mi cabeza tuvo mejor suerte (no fue descartada) pues, a poco hubo aparecido detrás de mis ojos —con la leche ya enfriándose— comenzó a tejer el siguiente poema:
Yo la vi.
Plácidamente quieta
dormida sobre su colchón blanco,
con las sábanas fuera de la cama
en una habitación compartida.
Allí estaba
y nunca más supe de ella.
Aquella mosca de la fruta,
ensartada en la pared con una chincheta.
Tras escribirlo en un papel cualquiera me pregunté si ese texto con formato de poema era, verdaderamente, un poema; me pregunté qué quería decir, qué querían decir las palabras así dispuestas, cuál era la «historia» o la «experiencia» que alumbraba aquellas imágenes escritas, atadas al papel… ¿Qué es un poema? ¿Qué es Poesía? Aún hoy es una pregunta que me asalta cada cierto tiempo, una sana duda…
Terminé el vaso de leche. La película, la comedia romántica, avanzó un poco más y la mosca clavada en la pared se hizo acompañar, ahora, de un niño que las coleccionaba. Algo macabro, ¿no? Inmediatamente la mosca clavada, el filo de la chincheta parecían mostrar lo que eran: una metáfora del aquí y el ahora, de un segundo congelado, un recuerdo, una historia. Cuando bajé a mi cuarto aquellas ideas comenzaron a mezclarse sin que me diera cuenta, pero lo hacían, y no tardé mucho en alumbrar otro texto-imagen-poema. La imagen ahora era la de unos niños que sostenían, con sus manos, un reloj, de los de tic tac, y lo acercaban a sus orejas para intentar la captura del minuto o de la hora. De repente, el niño se puso más erguido y ante la mirada impaciente de otro niño sacudió levemente el reloj. Lo hizo una vez, y otra, y así hasta cuatro y cinco veces al tiempo que ahuecaba su mano, debajo del reloj, procurando atrapar uno de aquellos segundos en el instante en que cayera al suelo. Esta nueva imagen me encantaba, y me ayudó un poco más a reconocer que, en ella, era invierno y otoño al mismo tiempo. Ahora había, también, una niña con un jersey con rayas de colores, una franja azul, otra blanca, verde brillante y otra amarilla, y naranja y violenta. La niña tiene el pelo castaño claro y lleva medias de colores distintos. El niño de antes viste unos pantalones con varios bolsillos, de color marrón, también, y una chaqueta roja. Creo que tiene el pelo corto, pero se ha puesto la capucha para darle más emoción a la captura de los segundos. Ahora que el poema había mutado por completo ya era parte de una historia, de un poema completamente nuevo pero, igualmente, metáfora del tiempo:
Atrapaban segundos sobre los cristales,
entre las migas del pan después de almorzar,
en el azúcar de la fruta que mordían.
No puedo decir en qué momento giró la puerta y de una mosca salieron dos niños, pero sé que ambos poemas hablaban o «decían» sobre el tiempo. Las moscas capturan el tiempo, lo siguen como perros sabuesos sobre la mesa, entre las migas de pan, entre las gotas de agua, zumo o vino, bajo el vaho de los platos de comida caliente, y también en la carne dulce de las frutas; ahí donde salta de repente una cascada de agua, tras nuestra mordida…Y los niños… los niños son metáfora del tiempo, del tiempo vivo, presente, tiempo mutante que no es el mismo de un día para otro; tiempo muerto, también, porque siempre nos recordamos siendo niños… El futuro es el único que no es aparece en esos poema, en ninguno. Quizás porque no existe…