Imprecisiones sobre el tiempo de otro poema

Salgo de mi casa. Me dirijo a la parada de guaguas. Tengo el tiempo algo justo para llegar y coincidir con el transporte urbano justo a tiempo. Voy con algo de prisa porque no me puedo fiar de ninguno de los relojes. El reloj de muñeca siempre retrasa cinco minutos, pero la hora que muestra el teléfono móvil me hace dudar. En esta ocasión, no camino por en medio de la carretera todo el trayecto hasta el paso de peatones, sino que me subo a la acera a mitad de camino. Saludo a un vecino, que solo conozco de vista, y paso, a velocidad constante y acelerada, junto a varios parterres con árboles, pequeñas piedras, alguna que otra planta en miniatura y diversos excrementos de perro. Y encuentro una tórtola muerta…

Una tórtola muerta en la calle,
	estirada en una esquina de un parterre

Sin embargo mi paso sigue, no se para, sé que quiero llegar lo antes posible a la parada y, esta vez, no voy a dejarme llevar por la impresión de la tórtola muerta. Mi mente, sin embargo, se ha quedado junto a ella. Su mirada se perdía muerta a la altura de mi pies, bajo la línea de los tobillos, destacando su gris blanquecino y polvoriento sobre el marrón negruzco de la tierra húmeda. La miré menos de una milésima de segundo y su imagen viajó a la velocidad de la luz hasta mis ojos. Allí, cada glóbulo ocular invirtió la imagen y la traslado a través del nervio óptico hasta los dos hemisferios cerebrales. El cerebro, entonces, de una manera inconscientemente instantánea, certificó la muerte del animal y ordenó levantar levantar el cadáver. No hay nada que hacer. Ha muerto.

Sobre su pecho,
	una esmeralda verde de un millón de ojos
	ausculta el corazón del ave:
	ya murió. Y no late…

Y seguí andando. En mi cabeza había quedado atrapada la imagen de la tórtola muerta sobre la tierra. La semilla del poema, su idea primera…

…Una tórtola muerta, en la esquina de un pequeño parterre, una mosca verde con sus miles de lentes oculares, saboreando con su boca el cuerpo del ave. La muerte en cuerpo y figura en ese pedazo de naturaleza manipulada que es un parterre; el Tiempo dejaba su huella, la causalidad. La paloma muerta atraería, más tarde, a otros insectos, como las hormigas y cucarachas, estimularía el olfato de gatos y perros callejeros, y, quizás, algún ave rapaz divisaría el cuerpo quieto desde las alturas y picaría el aire hasta él. A medida que seguí caminando, sin haber llegado aún a mi destino, viajé hacia el futuro para crear el poema. En el futuro, la paloma sería devorada por la putrefacción, la tierra aceptaría su cuerpo como lenta ofrenda y, con ella, alimentaría a sus vástagos, a las raíces,  a los pequeños insectos subterráneos, a las bacterias fotofóbicas…

La tierra reclama el cuerpo
	para sus hijos,
	las raíces plañideras
	curvan el torso
	y ofrecen sus lágrimas

Pero mi cerebro no fue el único en firmar certificados de defunción. Los sanitarios de urgencias locales alertaron a los  médicos de guardia y hasta allí se acercó, antes que yo, un forense. Afamado galeno de la muerte, de la reconocida familia Calliphridae, aquella mosca verde botella pisaba el pecho muerto del ave, bajaba la boca y chupaba, meticulosamente. Tal era su entrega al acto consumidor que solo me miró de reojo cuando pasé a su lado. Y aunque deseé que se marchara de un salto, perturbada por mi mirada de reproche inocente, colaboró en el poema, que seguía su propio desarrollo:

La mosca verde recoge sus útiles de medicina
y hace una reverencia:
ya llegan las hormigas
haciendo antorchas de las colillas en triste procesión

Ya llegaba a la parada de guaguas cuando escuché a lo lejos una melodía judía de violines y violonchelos dulces y oscuros. Al final de la calle, imaginé una procesión de hormigas portando antorchas, poniendo en cada paso un ritmo moribundo de zombis que solo piensan en sí mismos, al ritmo, quizás, de Beirut y March of Zapotec.

El poema ¿final?

Una tórtola muerta en la calle,
	estirada en una esquina de un parterre.
	Sobre su pecho,
	una esmeralda verde de un millón de ojos
	ausculta el corazón del ave:
	ya murió. Y no late…
	La tierra reclama el cuerpo	
	para sus hijos,
	las raíces plañideras
	curvan el torso
	y ofrecen sus lágrimas.
	La mosca verde recoge sus útiles de medicina
	y hace una reverencia:
	ya llegan las hormigas
	haciendo antorchas de las colillas en triste procesión.

El poema final nunca llega. Muta una y otra vez, engaña con sus amagos. Cuando se despide y te da la tarea por hecha, es cuando más debes desconfiar. A poco que le des la espalda comienza a alimentarse del todo y de la nada, y crece, a otro ritmo, y en silencio; también en nuestro ser. No obstante, siempre aceptamos durante cierto tiempo que tal o cual versión es la final. Entre los versos que anoté en el bloc de notas y que fue posteriormente publicado hay diferencias que nacieron justo en el momento de la transcripción; incluso hoy, ya en 2013, el poema ha cambiado, leve pero efectivamente. Cuando vuelvo sobre los versos escritos a mano, los retengo una vez más en la memoria a corto plazo y, al mismo tiempo que los visualizo, la industria de la imaginación me aviso: los reconozco, sí; todavía, aún no ha pasado mucho tiempo… Y casi amenaza con otra versión… Y así sucede que podría afirmar que, en casi todos los poemas, este es el principal o el más claro de los procesos creativos, este vaivén de barca anclada en el mar, a la idea-germen del poema. La cadena que se hunde en el mar con el ancla como punta afilada, la historia de la tórtola muerte, es lo que no ha cambiado:

…una tórtola muerte; un doctor que certifica su muerte con millones de ojos; el Tiempo que vendrá y ofrecerá el ave a la tierra, como alimento para sus hijos; la hormigas que hacen antorchas mortuorias de las colillas del suelo…

La historia no cambia. Las imágenes permanecen casi sin modificación. Algunos versos han cambiado. De alguna manera ha tenido lugar un proceso de destrucción y creación, de reciclaje incluso, del poema. Las imágenes se pliegan a la historia, la historia de perfila, las imágenes discuten su intensidad, su conveniencia y veracidad dentro de la tira de fotogramas. El fondo de mi mente bulle, respira, hincha su pecho y se hace con las ideas que aportan las imágenes para cuestionar cómo de profundo han llegado en mi ser. Es cierto que seguí caminando, que no me dejé bucear en el acontecimiento de la muerte de la tórtola, que no navegué su muerte, su mirada, su última rama. No me detuve a contemplarla. Pero, de alguna manera, sí lo hice. Nunca dejé de estar junto al cadáver y nunca abandoné su cuerpo. Caminó conmigo, subió junto a mi la calle Fray Luis de León hasta bajar por el pasaje Samaritano y llegar a la calle principal de Tamaraceite. La contemplación tuvo lugar aunque seguramente no con la profundidad oportuna. No obstante, las marcas que dejó la tórtola persistieron, y el poema, tanto en su versión primera como en la publicada, contribuyen a que las imágenes permanezcan ahí, a mano; al igual que la historia.

Un poema debe producir extrañeza, debe plasmar su decir, su historia, su imagen, su reflexión mental; sumergir su mano e intentar alcanzar el fondo abisal de nuestro ser y del lector. La impresión siempre varía. La profundidad y las reacciones o sensaciones nunca son las mismas; pero son todas estas y más variables las que, al final, dan un raro cómputo o resultado final que es, al mismo tiempo, siempre variable…

Y el poema cambia una vez más:

Una tórtola muerta en la calle
estirada en una esquina de un parterre.
Sobre su pecho,
una forense de bata verde y un millón de ojos
ausculta el corazón del ave:
ya murió. Y no late…
La tierra reclama el cuerpo
para sus hijos,
las raíces plañideras
curvan el torso
y ofrecen sus lágrimas.
El doctor recoge sus útiles de medicina
y hace una reverencia:
ya llegan las hormigas,
iluminan el paso con colillas para la triste procesión. 

Imprecisiones sobre el tiempo de un poema

No podía dormir. Me había desvelado con pensamientos de aquí y de más allá, pensamientos que, en principio, debían adormecerme, distraerme de tal o cual nerviosismo como una nana para inquietas neuronas, cansadas muy a su pesar. Pero no funcionaba así que decidí ir a la cocina y calentarme algo de leche con miel. Cuando me había sentado en el salón, en completo silencio, encendí la tele para (otra vez) distraer mi cabeza. No recuerdo el canal pero sí que pasaban una comedia romántica. Me vino entonces a la cabeza la imagen de una mosca clavada a la pared o a un corcho mediante una chincheta. ¿De dónde salía tal imagen? No lo sé. ¿Acaso pensaba en moscas o en chinchetas cuando estaba aún en la cama? No me acuerdo. Pero ahora poco importa. Esa imagen fue la piedra que penetró la superficie del agua y dio a luz una serie de interminables ondas y casi impredecibles asociaciones.

La creación de un poema tiene mucho de caótico, al menos en apariencia, pues puede llegar a verse como esa superficie del agua que, de repente, agitada por no se  sabe qué, pasa de la calma al temblor. En la creación literaria, aunque seamos capaces de coger en nuestras el objeto que es el libro de poemas o la novela como «algo ya terminado», estamos en realidad ante un acontecimiento más amplio cuyo «efecto» más visible es, precisamente, ese objeto que hemos podido leer, ver o comprar. La obra literaria, el «libro» nunca está terminado; al contrario, solo descansa para seguir creciendo, mutando, evolucionando, cambiando en nuestra mente, en la percepción que tuvimos y tenemos de él, incluso tanto como para ser, algún día, descartado…

La mosca que había asaltado mi cabeza tuvo mejor suerte (no fue descartada) pues, a poco hubo aparecido detrás de mis ojos —con la leche ya enfriándose— comenzó a tejer el siguiente poema:

Yo la vi.
Plácidamente quieta
dormida sobre su colchón blanco,
con las sábanas fuera de la cama
en una habitación compartida.
Allí estaba
y nunca más supe de ella.
Aquella mosca de la fruta,
ensartada en la pared con una chincheta.

Tras escribirlo en un papel cualquiera me pregunté si ese texto con formato de poema era, verdaderamente, un poema; me pregunté qué quería decir, qué querían decir las palabras así dispuestas, cuál era la «historia» o la «experiencia» que alumbraba aquellas imágenes escritas, atadas al papel… ¿Qué es un poema? ¿Qué es Poesía? Aún hoy es una pregunta que me asalta cada cierto tiempo, una sana duda…

Terminé el vaso de leche. La película, la comedia romántica, avanzó un poco más y la mosca clavada en la pared se hizo acompañar, ahora, de un niño que las coleccionaba. Algo macabro, ¿no?          Inmediatamente la mosca clavada, el filo de la chincheta parecían mostrar lo que eran: una metáfora del aquí y el ahora, de un segundo congelado, un recuerdo, una historia. Cuando bajé a mi cuarto aquellas ideas comenzaron a mezclarse sin que me diera cuenta, pero lo hacían, y no tardé mucho en alumbrar otro texto-imagen-poema. La imagen ahora era la de unos niños que sostenían, con sus manos, un reloj, de los de tic tac, y lo acercaban a sus orejas para intentar la captura del minuto o de la hora. De repente, el niño se puso más erguido y ante la mirada impaciente de otro niño sacudió levemente el reloj. Lo hizo una vez, y otra, y así hasta cuatro y cinco veces al tiempo que ahuecaba su mano, debajo del reloj, procurando atrapar uno de aquellos segundos en el instante en que cayera al suelo. Esta nueva imagen me encantaba, y me ayudó un poco más a reconocer que, en ella, era invierno y otoño al mismo tiempo. Ahora había, también, una niña con un jersey con rayas de colores, una franja azul, otra blanca, verde brillante y otra amarilla, y naranja y violenta. La niña tiene el pelo castaño claro y lleva medias de colores distintos. El niño de antes viste unos pantalones con varios bolsillos, de color marrón, también, y una chaqueta roja. Creo que tiene el pelo corto, pero se ha puesto la capucha para darle más emoción a la captura de los segundos. Ahora que el poema había mutado por completo ya era parte de una historia, de un poema completamente nuevo pero, igualmente, metáfora del tiempo:

Atrapaban segundos sobre los cristales,
entre las migas del pan después de almorzar,
en el azúcar de la fruta que mordían.


No puedo decir en qué momento giró la puerta y de una mosca salieron dos niños, pero sé que ambos poemas hablaban o «decían» sobre el tiempo. Las moscas capturan el tiempo, lo siguen como perros sabuesos sobre la mesa, entre las migas de pan, entre las gotas de agua, zumo o vino, bajo el vaho de los platos de comida caliente, y también en la carne dulce de las frutas; ahí donde salta de repente una cascada de agua, tras nuestra mordida…Y los niños… los niños son metáfora del tiempo, del tiempo vivo, presente, tiempo mutante que no es el mismo de un día para otro; tiempo muerto, también, porque siempre nos recordamos siendo niños… El futuro es el único que no es aparece en esos poema, en ninguno. Quizás porque no existe…