Fauna literaria

Los bonobos (I)

Sin duda alguna, el bonobo es uno de los animales, junto con las cucarachas, que mejor representa con sus comportamientos y rituales a la mayoría de escritores canarios. Sí, poetas también. Los escritores en Canarias son juguetones y cariñosos, sociales y muy sociables en redes sociales, como los bonobos. A toda costa eluden el conflicto con artes diversas, incluso cuando alguna dignidad o valentía intelectual exigiría lo contrario, por aquello de aportar al desarrollo del pensamiento en la cultura y la sociedad donde escriben y publican, donde compran sus libros y los agasajan con premios y son invitados a participar en talleres, festivales y eventos diversos.

Entre estos bonobos literarios (lat. litterarum bonobo), los comportamientos a lo zorro y a la múa son las tácticas predilectas con las cuales algunos individuos satisfacen sus objetivos o ambiciones individuales. Y hablar de ambición para este grupo de bonobos, ya es exagerar. No obstante, si algún individuo muestra un carácter “innovador” y, por ejemplo, declama espontáneamente ideas o razonamientos (de algún brillo) ante el grupo o lanza abiertamente un tenique (o un pedazo de mierda) al aire, si bien que mal disimuladamente dirigido a los otros, esconderá luego la mano, ágil y rápidamente, por mucho que lo delaten miradas de desaprobación. Eso sí, antes de esconderla  se regodeará en la gracia, técnica y brillo de su gesto y palabras. En estas situaciones, y justo después de las miradas de desaprobación, aparece invariablemente la figura del “protector”, ese bonobo que siempre negará en su protegido otras intenciones distintas de las que este afirme, irguiéndose incluso como único intérprete válido de los gestos y palabras de su protegido.

Por lo tanto, según el protector, sería erróneo percibir algún afán violento o de violentar la paz social en la piedra que su defendido libera del yugo de su propia mano. Así, tirar la mierda y esconder la mano mientras se detiene el gesto grácil e inteligente del pensamiento creador, no será, por tanto, cosa distinta del primitivo gesto del juego: exhibicionista por definición y sin lugar para que se pueda hablar de cobardía. En otras palabras, la elocuencia de la piedra apenas buscaría recordar a los demás primates la diferente vitalidad, el destacado lugar dentro del grupo de aquel que ejecuta su lanzamiento; por otro lado, siempre humilde, desapegado, pues la mano se esconde rechazando todo protagonismo.

Parecen olvidar estos traviesos ejemplares que no son así diferentes al resto, ni siquiera a aquellos que más menosprecian. La piedra, la negación de sus intenciones (y de explicarlas o aclararlas), la actitud esquiva de su propia mano no es otra cosa que una manera más de llamar la atención con el pobre objetivo de conseguir un “quiéreme y acaríciame”. Y, como buenos bonobos, acabar follando unos con otros (virtualmente, al menos) para descargar tensiones y frustraciones, satisfaciendo de paso la propia vanidad.

Literatura y mediocridad – Notas I

De la Literatura, de la Poesía nos enseñan lo que quedó, los restos que sobrevivieron a la época de turno y a sus autores. Apenas se habla de los que obran el rescate, clasificación, estudio y promoción de los restos del naufragio; aquellas humanas personas que, de entre lo leído y hallado y exhumado o revendido seleccionaron, esto sí, esto no según sus gustos, criterios, deseos, vanidades o ignorancias y respetos, admiraciones. Se pasa de puntillas o se ignora, también, la relación entre las condiciones materiales y su mejora con la proliferación de poetas de menor graduación, de inferiores calidades. Tales condiciones materiales, son, de hecho, las que permiten esa otra realidad donde poetas de tercera (y hasta poetas mediocres) publiquen uno y dos y tres y hasta cuatro o cinco libros; y que sus poemas sean traducidos a otros idiomas y se reproduzcan en revistas y antologías internacionales.

«La conjura de los necios», en la ilustración Ignatius O’Reilly.

Son esas mismas condiciones materiales las que lubrican el acercamiento entre tales poetas y los “modernos curadores”, posibilitando que estos, a su vez, entre buenas voluntades, compadreos, comercios o trapicheos varios, operen encuentros internacionales de literatura que, apesar de la calidad de quién los organiza, logran invitar a poetas de verdad, entre otros, alumbrando una ”literaria operación de blanqueamiento” que beneficia, sobre todo, a la vanidad y aspiraciones del organizador.

Es grande la obviedad y no se tiene en cuenta, o no se habla de ello, parece… Todo es fruta, y la fruta se la reparten los monos, los simios, ya saben, bonobos, gorilas, chimpanzés, araguatos, ya saben, mandriles, macacos de cara roja, titís, aulladores y tamarinos. Todo es fruta. Y a veces hasta alguna zarigüeya y una rata topo se abren paso.

«El Encuentro», Notas.

Llevaba días sin llamar, pero no insistí. Sabía que alguien acababa de irse, que una nueva página quedó en blanco, o marcada en su punto y final. En algunos países cuando el cielo de invierno pasa, al anochecer, del azul nieve a los cálidos naranjas y amarillos, se dice que Papá Noel está horneando el pan y los dulces para la Navidad. Me gusta la Navidad, los viejos y los jóvenes nos reunimos y comemos y bebemos, nos abrazamos y todo son risas, y algunas carcasas. Pero la Navidad deja mucho que desear cuando

“hay poca diferencia entre esta noche y una noche cualquiera. Los mismos coches, los mismos atascos…”.

Pero también, en ocasiones, los seres humanos dejamos mucho que desear…

“El género humano es un bosque virgen cuyas cimas, misteriosamente entrelazadas por el aliento de mares inmensos, no cesan de provocar extenuantes escalofríos, vapores y tufos en su encuentro con el sol… Cada nueva generación de la humanidad es hija de esos fondos que acumulan la descomposición de los linajes innumerables que ahí descansan del devenir de la vida. Así es que los cuerpos de los difuntos, una vez la orquesta ha dejado de tocar para ellos, quedan reducidos a la nada, son barridos por las arenas del tiempo y condenados a pudrirse en el fondo de los mares”

Imagen poética, sin duda; vitalista, enérgica; el problema —pues se ha convertido en problema, casi una plaga— nace, crece, hiede, se reproduce e intenta perpetuarse, como legión hedionda, cuando los podridos y los miserables se esfuerzan por imponer sus mentiras, su infamia, su egoísmo y su ceguera como forma de vida absoluta y única. ¿Todos somos iguales…? No. La igualdad es una perversión política, una droga de las duras… somos de igual raza y tenemos derecho a los mismos derechos y libertades —pensamiento, este, muy occidental, todo hay que decirlo—; somos iguales, sí, en la estupidez potencial que está siempre al acecho, como la ballena de Jonás que, tras salir del agua y aprender a caminar, decide esperarnos en la sombra de cualquier esquina, tras un árbol; también iguales en la voluntad potencial que se encuentra, siempre, a nuestro alcance para, por ejemplo, ser más humanos, más solidarios, menos borregos, algo más sabios y responsables. Pensemos en la creatividad; la creatividad nos diferencia y nos “iguala” porque nos abre el mismo mundo de posibilidades, que cada cual combinará a su gusto y según sus inquietudes. Pero, sobre todo, y por encima de todo, más allá de humanos, somos mamíferos…

“Yo veo mamíferos. Mamíferos con nombres extrañísimos. Han olvidado que son mamíferos y se creen obispos, fontaneros, lecheros, diputados. ¿Diputados? Yo veo mamíferos. Policías, médicos, conserjes, profesores, sastres, cantautores. ¿Cantautores? Yo veo mamíferos. Alcaldes, camareros, oficinistas, aparejadores ¡Aparejadores! ¡Cómo puede creerse aparejador un mamífero! Miembros, sí, miembros, se creen miembros del comité central, del colegio oficial de médicos… académicos, reyes, coroneles. Yo veo mamíferos. Actrices, putas, asistentas, secretarias, directoras, lesbianas, puericultoras… La verdad, yo veo mamíferos”. 

O, como diría un buen amigo, aunque con otras palabras,

“Al final, todos vamos al baño y ensuciamos el papel de la misma manera”…

Por eso insisto, el vitalismo está muy bien pero se arriesga que lo usen a uno como carne de cañón, como excusa para cometer barbaries, para justificar injusticias, maltratos, mentiras y asesinatos. Si uno se deja llevar por las vísceras, por el miedo o el shock que dicen por ahí, la conciencia termina por avergonzarnos, la irresponsabilidad y el inmovilismo servil acaba pudriéndonos el corazón, el alma, el cuerpo entero y el de nuestros hijos… Yo no quiero vivir entre semejante podredumbre. Quiero evitarla que lo enmierde todo…

“La podredumbre. Más de uno se deshizo sin cruz ni túmulo bajo la lluvia, bajo el sol o expuesto al viento”…

Ya, pero el ser humano es así, lo sabes; y en situaciones de vida o muerte pocas veces se opta por dejarse matar de un solo tiro. No como ahora, en esta mal llamada democracia que, padeciendo cada vez más los temblores y escupitajos de una dictadura mal disfrazada, nos mata a todos, a ese 90 u 80 por ciento, lenta y dolorosamente de angustia e impotencia… Defender la democracia no es fácil, y su defensa nos empuja muchas veces a una cierta y pesada soledad, pero, creo, que esa soledad de puertas para adentro, soledad de la carne y del alama es necesaria para la reflexión y la duda, para la autocrítica…

“Las moscas zumbaban sobre aquella soledad como una cargada nube, como un halo de pesado hedor que dibujaba el cuerpo”

Pero siempre nos quedará la palabra…

“Dije hace un momento pasión, inteligencia, creatividad… Quería dar a entender — y perdona, querido lector, mi deformación profesoral— que lo único que podrá justificar la existencia y la voz del margen sigue siendo — después de tanto; y mira que se ha dicho— la desconfianza ante el uso de la razón, ante ese orden común que nos pone a todos en el sitio correspondiente”

No te diré que no, tampoco aquí. La razón es una droga que según quién nos hecha en la comida, como si fuéramos perros, o en la copa, traicionando nuestra confianza. Mira si no ese concepto de la “racionalización”. Cuando se racionaliza un servicio público para su mejor gestión, para el beneficio de todos los ciudadanos se usa, pérfidamente, lo que provoca en nuestra mente la palabra “racionalización”, que viene de “razonar”. Pero nada más lejos de la realidad, la racionalización de los servicios públicos o de cualquiera de los procesos que rigen las relaciones humanas y sociales, depende de quién la use, de quién la disponga e imponga, beneficia, en efecto, al conjunto de la sociedad, o, como ocurre ahora en España, a unos pocos, pero aún así demasiados, infames y miserables…

Y, a pesar de todo, todas las noches desde hace dos semanas, Orión sigue ahí, cerca de la luna ahora que llega el invierno, apuntando cada noche expectante, sin asomo de duda, al eterno Leviatán que dormita bajo la playa. A veces hace equilibrismo sobre tal o cual estrella, sobre los pechos de la materia negra, sobre la nada oscura más absoluta. A veces, parece incluso que está sol y que no importa. Él ocupa su lugar; hace lo que cree correcto y honesto. No importa; a pesar de todo,

“we march, from dear Lakonia… from sacred Sparta… we march”…

«Para que exista el navegante», primeras notas

La erosión es la barbarie casi inevitable que vacía de sudor y sepia las palabras, el deseo de loas y famas sobre todo y todos. Ajenas a ella habitan las palabras y la marca del tiempo en aquello que la vida rodea y conforma. Para que exista el navegante ha de resistirse la propia voluntad contra el miedo y la vanidad. Sólo así sobrevive la Ysla, sólo así se vive en el misterio y el temblor que han hecho nido (y resistencia) en el centro mismo de aquella erosión, experiencia humana inevitable, del individuo y su conciencia. Cuando una palabra ve escurrirse su vida por los pozos del uso, la manipulación, la moda, el exceso de adorno o la costumbre, queda vacía, erosionada por semejantes vientos, caracola abandonada a su suerte y a la espera de una nueva marea que se la lleve. La industria de los caparazones vacíos —decir, aquí, vacuidad inflaría el pecho de ese palomo— se ha instalado entre tú y yo, entre nosotros, lectores. Existen hordas de mercaderes y mercenarios reclutados, miles de voluntarios e involuntarios defensores y propiciadores cuyo fin consiste en lanzar sus redes al mar para aumentar, sin saciedad posible, el número de capturas. No en vano, el Arte se cuenta entre una de sus más conocidas piezas de colección.

El espectáculo es sin duda grotesco, museos, galerías, exposiciones, bancos, grandes empresas, la posesión como la mayor y más deseable de las bendiciones, la fama dios-objeto de adoración y, sobre todo, reducto de vanidades. Estos vendedores y falsos profetas muestran el arte como los huesos limpios y pulidos colgando del cuello de un bárbaro, y afirman saberlo todo, y conocer el futuro del mundo. Pero no nos equivoquemos, ese Arte, esa Literatura, nada sabe del navegante, nada de la Ysla ni el temblor. Su único interés es el poder en cualquiera de sus formas y por ello es que se arrastra, para que resuenen más todos los cachivaches acumulados. Nada sabe del  mar, no conocen al navegante… Pero existe. Para que exista el navegante ha de existir la Ysla, y la Ysla existen en la intuición hecha dolor y latido, en la presencia que no podemos encerrar entre nuestras manos. La Ysla existe porque hay brisa y hay viento y tormenta, porque pueden volar pájaros y son imposibles las jaulas. Y así la Poesía, pues no acepta cadenas ni fronteras, aunque tolera cariñosamente las nebulosas etiquetas, las muchas teorías; porque sabe de la necesidad que las mueve (que es la nuestra), que mueve como hambre inaudita a aquellos que se lanzan por la borda para darle vida.

Sobre un mapa antiquísimo, quizás el más antiguo de todos, el poeta, ensayista y crítico literario Lázaro Santana (Gran Canaria, 1940) traza en su libro de poemas “Para que exista el navegante” una búsqueda, casi un afán, por encontrar el corazón de la Ysla en las Islas Canarias. La travesía se sabe incierta y la distancia que separa al autor de la torre oscura advierte de que, para llegarse hasta ella, habrá de entregar algo a cambio. Con este reconocer el futuro riesgo y la aventura, el poeta declara:

Es necesario que penetres,
fiel, hasta el centro mismo de tu mente
y que te acoja allí el espíritu:
hecho a su vuelo, en la llama que segrega
el cristal, fúndete —solo una lengua
poseída nombrará mi alfabeto

Osadía o provocación, pocos son los escudos para el navegante que abraza la posibilidad del mástil y su atadura. Ante él el circo del mundo y Sísifo al fondo, siempre al fondo, dedicado a su vida arrastrando la piedra hasta la cima de la montaña. El navegante se amarra al mástil para no enloquecer, para no perderse ni desviarse, a sabiendas de que la posibilidad de llegar al destino deseado es cualquier cosa menos una garantía. El navegante, en este encuentro que convoca un texto frente a un lector, es el crítico literario. Muchas son las preguntas, los enigmas; pocas, las respuestas, y cuando aparecen no son más que pasarelas hacia mayores o distintos interrogantes, hacia otras migas de pan que, con alguna suerte, darán las indicaciones para llegar a tierras todavía desconocidas. Se parte de un precario puerto, y entonces los pasos y los esfuerzos se enhebran un día tras otro, y también la lectura y su experiencia que intenta, torpemente, recordarse. Antes de parte y frente al espejo, el navegante repite ante el espejo su verdad, está solo, es falible, imperfecto. transita el seno de lugares desconocidos, sueños y pesadillas de otros, Así el poeta, el escritor, el crítico literario aceptan también la inquietud que lo conmueve y toda su experiencia, ese temblor que

no tiene otro
fin su canción que acompañarnos,
como un poco de lluvia o un cuerpo amigo:
sin intención de asumirlos,
	ni de usurparlos,
su voz llena la noche donde vives,
la enciende de sonidos que acercan
a ti toda la tierra,
y con ella su ritmo a cuanto dices.
Cuando con la luz de pájaro la luna
viene, él se va buscando otra zona oscura

Ente el texto, el lector siente bajo la epidermis la llegada de la maresía, el síntoma que es el vapor de tiempo corroyendo la chapa de los coches, ese hálito que asciende desde los abismo cotidianos, inútil excepto por el sentido que descubrimos y declaramos en él. Esa es la experiencia creativa, aquella también de la lectura que tan bien conoce el tiempo; cada segundo entre los dientes es potencia de un hambre que se sacia. La lectura atenta —aquella del escritor, del poeta, del traductor y del crítico literario— crece y hace hueco a un hambre aún mayor. Y es en ese instante irrepetible que el el crítica literario descubre la posibilidad de reconocer a la vanidad y el miedo como compañeros inseparables. De idéntica manera, el misterio sale al encuentro de todos los autores y creadores abordándolos con preguntas: ¿ignorarás los peligros del camino? ¿seguirás el rumbo que dicten los cantos de las sirenas? El texto literario es el fruto que ve la luz desde la experiencia de otros y el lector experimentado, en este caso el crítico literario, afronta el reto de reconocer en ella su propia experiencia, junto con las luces y las sombras del viaje que ha de emprender. Desde las primeras líneas, la aparente seguridad del puerto se difumina. Emprender el viaje es aceptar el sitio de las incertezas.

Esta actitud no es sino un sincero reconocimiento de las propias limitaciones, de las propias carencias, pero manifiesta también una intensa intimidad con las fuerzas ocultas de la creación literaria, de los procesos creativos; es una humildad que se hará responsable de la palabra y de los argumentos dados, las imágenes y metáforas construidas para llevar al otro lector su experiencia del texto, a sabiendas de que esta podrá cambiar con el tiempo y de que no es perfecta ni totalizadora. Entregado de esta manera a la lectura, el crítico acepta el sacrificio de su ego como autor al crear un texto desde al que se debe, dando alienta a las alas de una obra que no es la suya sin nunca lastrarla, ni dejar que su vanidad o miedo contaminen su juicio.

Al igual que el poeta se entrega al trabajo del poema, con la conciencia de luchar contra gustos, modas, corrientes, felicitaciones, premios y adulaciones —y la posibilidad de derrotarse—, el crítico literario se ofrece al otro texto, a la experiencia del Otro hecha letra, para alumbrar una intuición no perfecta, cruda en ocasiones, pero que puede nombrar y razonar a lo largo de su propio texto, el texto (re)creado. Esta intuición de la razón que es la crítica literaria empeña sus tentativas en apuntalar los caminos que muestra el texto, aquellos que quiso el autor, pero también la consistencia etéreo o “falsa” de estos cuando, ante la lectura del crítico, no se sostienen naturalmente. El crítico puede indicar también nuevos caminos, a pesar de que sea él, y solo él, el que los vea y reconozca, como también puede no andar caminos que, ya transitados por otros, hayan quedado borrosos sobre la tierra roja, o, simplemente, porque no ha sido capaz de “leerlos”.

Así pues humildad y sacrifico y honradez, porque para que exista el navegante ha de existir, al menos, la intuición de la incerteza, ese destino llamado poesía, el placer de la letra y sus fondos y sombras, amar la vida como mito. Oscuras son las paredes ahora de este mundo —siempre lo fueron— y, sin embargo, entra la luz y el instante se acaricia en nosotros. Es la lectura, el acto de creación que comienza. Y al mirar nuestros pies un vaho de luz delata el color de la tierra que pisamos y llega, entonces, el momento. Ahora es inevitable la causalidad de hablar desnudos aunque siga disponible el disfraz y la máscara. Atrás quedaron los trajes suntuosos, la protección del sol y el día, y vemos acercarse ya las lindes de la selva oscura del poeta. Unas bestias nos cruzan el camino… La diferencia, en esta ocasión, es que nosotros somos las bestias y sus inquisiciones:

¿Quiénes sois? ¿De dónde venís…? ¿Y a dónde vais?

Viejas bestias somos, sabemos el porqué de nuestras preguntas. Incluso nos permitimos lanzarlas con cierto orgullo en el quiebro de la voz… Pero bestias, a fin de cuentas. Sin embargo, para nuestra sorpresa vemos en la pupilas de aquellas bestias que somos nosotros mismos un brinco de sorpresa. Tanto nos conocemos que no nos esperábamos. Y en un claro bajo del bosque bajo la luna, nosotros y las bestias aguardamos en silencio…

En su libro “Una introducción a la teoría literaria”, Terry Eagleton afirma que para que tal teoría (teorías) tuviera existencia cierta debía existir eso que acordamos en llamar Literatura, y ser posible su denuncia, señalarla y delimitarla…. Para que exista la Literatura, la Vida, vivos debe haber caminando los senderos y reconociéndose unos a otros (y sí mismos) en tal arriesgada experiencia. Y para que esa vida sea, de verdad, Vida, el origen y el fin, los múltiples destinos previos, la metas, los puertos, las llegadas deben existir y conocerse. No en vano, existe el Encuentro porque dos (al menos dos) confluyen en el tiempo y el espacio, reuniéndose en un zigoto inicial que es enfrentamiento y confrontación, conflicto de pareceres que, a veces distantes en el espacio y en el tiempo, se reconocen aún siendo desconocidos, simiente de extrañeza. La crítica literaria es uno de los mejores ejemplos del Encuentro, a pesar de todos los empecinados intentos de “purificar” su actividad y modos de los mismos “gérmenes” que la nutren —a saber, experiencia del individuo (re)creador que es el crítico literario—, por vestirla de “cientificismo”. Todos estos intentos, obsesión como otra de inflar de terminología y obscura sintaxis el propio y natural razonamiento, esa insistente obcecación por diseccionar y reducir a sus más ínfimos elementos aquello que, sin sangre ni aire, deja de vivir y de ser Literatura, es solo entendible en su extremo como un verdadero miedo a lo incierto. Pero cuando se acepta que la vida no es más que una madeja de incertezas, ¿qué otra cosa puede ser la Literatura?

El crítico literario acepta el arenal de exigencias en el que avanza su travesía por el desierto; le cercan exigencias, desde todas las lenguas, desde el autor, el poeta, desde el escritor que afirma que el crítico es un autor frustrado y vengativo, que es una marioneta de la industria. Y haberlos haylos. La actualidad de la crítica literaria que llega al gran público exhibe sin pudor un panorama triste y desolador de “sobornos”, ausencia de compromiso literario y vanidad rampante o miedo a la experiencia y razón propias. Además, muchos académicos y estudiosos empeñan su tiempo en acusaciones de otro tipo de crítica, acuartelándose tras muros adrianos de teorías y confites. Y con gusto el crítico literario iniciaría la construcción de su propio búnker subterráneo tras el cual parapetarme, esa otra de torre de marfil o sombra que da el autor “afamado, muerto y ya  reconocido”. A la sombra de maestros y maestrillos se crecen todas élites que, como tales, alejan de sí mismas la propia naturaleza de la Literatura. Encantado estaría, sin duda, y de hecho ocurre así en la actualidad, también con los nuevos escritores. Olvidar la Literatura es olvidar la Vida y sus procesos creativos en pos de la seguridad de la ciencia y el comercio. En esta línea parece manifestarse el crítico literario Antonio Alatorre cuando afirma que:

«En el poeta, la creación tiene un carácter absoluto: él no juzga. El crítico sí juzga, pero en esta tarea no se apoya fundamentalmente en bases científicas, sino en una intuición personal iluminada por la inteligencia… El crítico nos comunica su experiencia del poema. El creador original parte de la emoción suscitada en él por un hecho de la naturaleza, de la humanidad, de su vivencia personal, de su fantasía. El crítico parte de la experiencia que es su contacto con la obra literaria… el crítico, lector privilegiado, dotado no solo de mayor receptividad y de mayor sagacidad literaria, sino también de la capacidad de comunicación, es un espejo mucho más fiel y amplio, mucho más capaz de reflejar en toda su complejidad la esencia de la obra. Las impresiones que en el lector ordinario son difusas e imprecisas, se dan organizadas, coherentes y luminosas en el crítico».

Es precisamente esta condición “bárbara”, fronteriza y limítrofe, esta original punto de encuentro, el que expone al crítico a todo tipo de ataques.

Crítica literaria en Canarias: dos perspectivas

por Javier Hernández Fernández y Ubaldo Suárez Acosta.

(JHF) No existe crítica literaria en Canarias. No existe la crítica literaria de libros que se dedique con autonomía, independencia, coraje y compromiso al análisis y valoración de la obra literaria. Hay, sí, y en cantidad aceptable y con un cierto dinamismo, reseñas, antologías, ensayos literarios e investigación filológica. Pero no crítica de obra literaria. De todas estas “posibilidades críticas”, la reseña es nuestra gran oportunidad perdida. La reseña que leemos por estas latitudes se autolimita a satisfacer la función promocional de la obra y, habitualmente, el mercadeo de favores o la sencilla adoración del amigo. Se lee, sí, una intención metaliteraria, pero se evitan los juicios de valor y estéticos distintos del mero parabién. La función promocional y de felicitación gana tal dimensión que, como un festivo golem gigantesco, ensombrece y aplasta toda pretensión analítica. Y junto a este golem, el autor de la reseña acapara, frecuentemente, tal protagonismo que el libro, objeto, supuestamente, de sus palabras, queda relegado a un plano residual.

El ensayo literario y la investigación filológica sí arriesgan una valoración implícita (la elección del autor de su estudio, por ejemplo) pero ofrecen un perfil incompleto de la obra cuando silencian los naturales vaivenes creativos del autor. En lo que respecta a las antologías, tienden a evitar el compromiso y el riesgo valorativo explícito, eluden la propuesta teórica, la reflexión, la definición de sus porqués, identificar corrientes, estilos, cánones. No se asumen riesgos. Y, sin riesgo, ¿qué nos queda en Canarias de Literatura? Sin pensamiento crítico en Literatura, la Sociedad ahonda su enfermedad, su apatía, y condenamos al individuo a satisfacer la avaricia de los grandes grupos editoriales, al onanismo eterno. Y así, solo el lector, huérfano de alguien que le proponga ese diálogo reflexivo que es la crítica literaria, rodeado de un “qué bueno que es todo”, sospecha de la validez de su literatura más cercana, la rechaza. ¿Acaso lo reducido del territorio nos vuelve acomodaticios y serviciales? ¿Acaso evitamos el riesgo y la responsabilidad de la Literatura? …Algunos dicen “esto es un sitio pequeño, “aquí nos conocemos todos”, “no vale la pena enemistarse con nadie”; “yo también quiero que me publiquen”. Excusas. Instinto de conservación. Ensoñaciones. Falta de interés, falta de perspectiva para la literatura en Canarias.

(US) Al escribir de crítica literaria, nos referimos a la crítica publicada en la sección de Cultura (o similar) y en el suplemento homónimo en los periódicos del archipiélago. Dejaremos, para otra ocasión y por falta de espacio, los espacios en cadenas de televisión y emisoras de radio, aunque no se alejarían demasiado de las conclusiones de este análisis.

El juicio sobre una obra literaria puede terminar con un veredicto positivo u otro negativo. Lo que se publica en Canarias en los medios de comunicación no es crítica nunca, sino elogio, halago o agasajo hiperbolizados. Ya sea por ignorancia, por no herir sensibilidades, por amistad o por conformarse en ser mero soporte promocional, los juicios que se vierten carecen, por lo general, de valor crítico alguno. Por tanto, rompen el pacto de credibilidad que suscriben de manera implícita el autor o autora de la crítica o reseña y su público lector.

Hay otra variedad que no aspira a ser crítica en absoluto, sino que de entrada proclama su derecho a hacerse eco de o a saludar las novedades. El autor del artículo celebra con cierto alborozo la publicación de una obra. Sin embargo, eso tiene trampa: aun sin elogiarla de manera explícita, con la comunicación al gran público de que un libro ha salido a la venta, que es una manera de seleccionar ese libro entre muchos otros, se obtiene el mismo efecto. En estos tiempos en el que los mismos medios de comunicación ya no luchan por atraer lectores/as fieles sino a captar la atención el mayor tiempo posible, no nos podemos llevar a engaño de las verdaderas implicaciones de aquel saludo.

Excepciones aparte, la generalidad de la crítica literaria se basa en el presupuesto de que la literatura canaria (o hecha en Canarias) es frágil y necesita de constante apoyo, fomento y protección. De aquí se deduce que no está madura para recibir reproche alguno. Este presupuesto paternalista es a veces sincero, pero desencaminado, y en otras ocasiones sirve de mero disfraz del amiguismo o de la devolución de compromisos adquiridos, lo que resulta lamentable, como todo engaño.

Quien considere que la cultura canaria sufre de tal debilidad que hay evitarle toda crítica, debería tener en cuenta que la emulación forma parte del aprendizaje de cualquier escritora o escritor. Entronizar obras mediocres como la quintaesencia de la literatura supone confundir, aparte de mentir, no solo al público lector que acabará comprando y leyendo lo que no querría si hubiera estado bien aconsejado, sino a la/el aspirante a literata/o, que acabará tomando como modelos a autoras/es sin talento y copiando modos de escribir que mejor haría en rechazar. La supuesta protección no haría sino minar la cultura que se pretende proteger. Triste destino.

Imprecisiones sobre el tiempo de otro poema

Salgo de mi casa. Me dirijo a la parada de guaguas. Tengo el tiempo algo justo para llegar y coincidir con el transporte urbano justo a tiempo. Voy con algo de prisa porque no me puedo fiar de ninguno de los relojes. El reloj de muñeca siempre retrasa cinco minutos, pero la hora que muestra el teléfono móvil me hace dudar. En esta ocasión, no camino por en medio de la carretera todo el trayecto hasta el paso de peatones, sino que me subo a la acera a mitad de camino. Saludo a un vecino, que solo conozco de vista, y paso, a velocidad constante y acelerada, junto a varios parterres con árboles, pequeñas piedras, alguna que otra planta en miniatura y diversos excrementos de perro. Y encuentro una tórtola muerta…

Una tórtola muerta en la calle,
	estirada en una esquina de un parterre

Sin embargo mi paso sigue, no se para, sé que quiero llegar lo antes posible a la parada y, esta vez, no voy a dejarme llevar por la impresión de la tórtola muerta. Mi mente, sin embargo, se ha quedado junto a ella. Su mirada se perdía muerta a la altura de mi pies, bajo la línea de los tobillos, destacando su gris blanquecino y polvoriento sobre el marrón negruzco de la tierra húmeda. La miré menos de una milésima de segundo y su imagen viajó a la velocidad de la luz hasta mis ojos. Allí, cada glóbulo ocular invirtió la imagen y la traslado a través del nervio óptico hasta los dos hemisferios cerebrales. El cerebro, entonces, de una manera inconscientemente instantánea, certificó la muerte del animal y ordenó levantar levantar el cadáver. No hay nada que hacer. Ha muerto.

Sobre su pecho,
	una esmeralda verde de un millón de ojos
	ausculta el corazón del ave:
	ya murió. Y no late…

Y seguí andando. En mi cabeza había quedado atrapada la imagen de la tórtola muerta sobre la tierra. La semilla del poema, su idea primera…

…Una tórtola muerta, en la esquina de un pequeño parterre, una mosca verde con sus miles de lentes oculares, saboreando con su boca el cuerpo del ave. La muerte en cuerpo y figura en ese pedazo de naturaleza manipulada que es un parterre; el Tiempo dejaba su huella, la causalidad. La paloma muerta atraería, más tarde, a otros insectos, como las hormigas y cucarachas, estimularía el olfato de gatos y perros callejeros, y, quizás, algún ave rapaz divisaría el cuerpo quieto desde las alturas y picaría el aire hasta él. A medida que seguí caminando, sin haber llegado aún a mi destino, viajé hacia el futuro para crear el poema. En el futuro, la paloma sería devorada por la putrefacción, la tierra aceptaría su cuerpo como lenta ofrenda y, con ella, alimentaría a sus vástagos, a las raíces,  a los pequeños insectos subterráneos, a las bacterias fotofóbicas…

La tierra reclama el cuerpo
	para sus hijos,
	las raíces plañideras
	curvan el torso
	y ofrecen sus lágrimas

Pero mi cerebro no fue el único en firmar certificados de defunción. Los sanitarios de urgencias locales alertaron a los  médicos de guardia y hasta allí se acercó, antes que yo, un forense. Afamado galeno de la muerte, de la reconocida familia Calliphridae, aquella mosca verde botella pisaba el pecho muerto del ave, bajaba la boca y chupaba, meticulosamente. Tal era su entrega al acto consumidor que solo me miró de reojo cuando pasé a su lado. Y aunque deseé que se marchara de un salto, perturbada por mi mirada de reproche inocente, colaboró en el poema, que seguía su propio desarrollo:

La mosca verde recoge sus útiles de medicina
y hace una reverencia:
ya llegan las hormigas
haciendo antorchas de las colillas en triste procesión

Ya llegaba a la parada de guaguas cuando escuché a lo lejos una melodía judía de violines y violonchelos dulces y oscuros. Al final de la calle, imaginé una procesión de hormigas portando antorchas, poniendo en cada paso un ritmo moribundo de zombis que solo piensan en sí mismos, al ritmo, quizás, de Beirut y March of Zapotec.

El poema ¿final?

Una tórtola muerta en la calle,
	estirada en una esquina de un parterre.
	Sobre su pecho,
	una esmeralda verde de un millón de ojos
	ausculta el corazón del ave:
	ya murió. Y no late…
	La tierra reclama el cuerpo	
	para sus hijos,
	las raíces plañideras
	curvan el torso
	y ofrecen sus lágrimas.
	La mosca verde recoge sus útiles de medicina
	y hace una reverencia:
	ya llegan las hormigas
	haciendo antorchas de las colillas en triste procesión.

El poema final nunca llega. Muta una y otra vez, engaña con sus amagos. Cuando se despide y te da la tarea por hecha, es cuando más debes desconfiar. A poco que le des la espalda comienza a alimentarse del todo y de la nada, y crece, a otro ritmo, y en silencio; también en nuestro ser. No obstante, siempre aceptamos durante cierto tiempo que tal o cual versión es la final. Entre los versos que anoté en el bloc de notas y que fue posteriormente publicado hay diferencias que nacieron justo en el momento de la transcripción; incluso hoy, ya en 2013, el poema ha cambiado, leve pero efectivamente. Cuando vuelvo sobre los versos escritos a mano, los retengo una vez más en la memoria a corto plazo y, al mismo tiempo que los visualizo, la industria de la imaginación me aviso: los reconozco, sí; todavía, aún no ha pasado mucho tiempo… Y casi amenaza con otra versión… Y así sucede que podría afirmar que, en casi todos los poemas, este es el principal o el más claro de los procesos creativos, este vaivén de barca anclada en el mar, a la idea-germen del poema. La cadena que se hunde en el mar con el ancla como punta afilada, la historia de la tórtola muerte, es lo que no ha cambiado:

…una tórtola muerte; un doctor que certifica su muerte con millones de ojos; el Tiempo que vendrá y ofrecerá el ave a la tierra, como alimento para sus hijos; la hormigas que hacen antorchas mortuorias de las colillas del suelo…

La historia no cambia. Las imágenes permanecen casi sin modificación. Algunos versos han cambiado. De alguna manera ha tenido lugar un proceso de destrucción y creación, de reciclaje incluso, del poema. Las imágenes se pliegan a la historia, la historia de perfila, las imágenes discuten su intensidad, su conveniencia y veracidad dentro de la tira de fotogramas. El fondo de mi mente bulle, respira, hincha su pecho y se hace con las ideas que aportan las imágenes para cuestionar cómo de profundo han llegado en mi ser. Es cierto que seguí caminando, que no me dejé bucear en el acontecimiento de la muerte de la tórtola, que no navegué su muerte, su mirada, su última rama. No me detuve a contemplarla. Pero, de alguna manera, sí lo hice. Nunca dejé de estar junto al cadáver y nunca abandoné su cuerpo. Caminó conmigo, subió junto a mi la calle Fray Luis de León hasta bajar por el pasaje Samaritano y llegar a la calle principal de Tamaraceite. La contemplación tuvo lugar aunque seguramente no con la profundidad oportuna. No obstante, las marcas que dejó la tórtola persistieron, y el poema, tanto en su versión primera como en la publicada, contribuyen a que las imágenes permanezcan ahí, a mano; al igual que la historia.

Un poema debe producir extrañeza, debe plasmar su decir, su historia, su imagen, su reflexión mental; sumergir su mano e intentar alcanzar el fondo abisal de nuestro ser y del lector. La impresión siempre varía. La profundidad y las reacciones o sensaciones nunca son las mismas; pero son todas estas y más variables las que, al final, dan un raro cómputo o resultado final que es, al mismo tiempo, siempre variable…

Y el poema cambia una vez más:

Una tórtola muerta en la calle
estirada en una esquina de un parterre.
Sobre su pecho,
una forense de bata verde y un millón de ojos
ausculta el corazón del ave:
ya murió. Y no late…
La tierra reclama el cuerpo
para sus hijos,
las raíces plañideras
curvan el torso
y ofrecen sus lágrimas.
El doctor recoge sus útiles de medicina
y hace una reverencia:
ya llegan las hormigas,
iluminan el paso con colillas para la triste procesión.